La mañana despuntó particularmente
temprano. La noche murió a las seis y para las menos cuarto su velo
acababa de ser retirado. Hacia las siete, la luz ya alcanzaba a pasar
la persiana mal cerrada del cuarto de Gino y arañarle el rostro a
través de las sábanas.
Tenía el cuerpo entero cubierto en
sudor. En cualquier otra ocasión podría habérselo achacado
a una pesadilla, pero no había habido interrupción alguna entre la
noche del 9 y la mañana del 10. En lo que iba de sus vacaciones, sus
sueños habían sido mayormente (pacíficos)
suaves, calmantes. A veces se aparecía el hongo, pero su brillo era
opaco; era simplemente
un champiñón plateado, sin la menor de las importancias e incapaz
de destacarse en medio de otros delirios infinitamente más
llamativos. Claro que en la tierra de los sueños lo más extraño se
le hacía lo más común y lo que (hasta
dejarse llevar por la almohada)
le era familiar se le antojaba entonces radicalmente diferente —cosas
distantes repentinamente conciliaban en aquel terreno casi astral.
Había soñado con La
Vie en Rose, pero no podía
estar seguro de que María
lo hubiese acompañado. Confiaba en que sus pasos certeros eran los
que habían guiado a los suyos —tanto más torpes—, pero la chica
que tenía frente a sí lo miraba con ojos que no eran los suyos; no
era esmeralda, sino ámbar lo que los reflectores hacían brillar en
el estudio de filmación en su cabeza. Las cintas de technicolor
evanescente se habían proyectado una y otra y otra vez, en un encore
que no acababa de concluir antes de volver a comenzar —como la
canción reincidente de un disco rayado. Y justo antes de despertar
—con el sudor le cayéndole en picada desde la frente hacia los
ojos— la película se incendió. La vista nublada, escudada con una
mano torpe y entumecida, intentó atrapar ese sueño que ardía
con la llegada de la consciencia.
Gino se sentó en la cama y miró a su
alrededor. ¿Dónde había quedado la frescura de sus mañanas de
invierno? Se quitó la remera que le hacía las veces de pijama,
estremeciéndose ante el contacto húmedo. Consultó el reloj de la
mesita de luz. Era demasiado (caluroso)
temprano como para (respirar)
levantarse. Se secó el sudor del pecho con el edredón y comenzó a
juntar la voluntad para levantarse. Sentía un peso muerto sobre él,
un cansancio que no había experimentado desde que (una
vida atrás) había dejado la
ciudad. ¿Tendría fiebre? Eso explicaría la violenta transpiración,
¿pero no se suponía que debía tener frío? Frunció el entrecejo,
preparándose para moverse. ¿O (temprano
para pensar) calor?
Tuvo que sacarse las medias antes de
bajar de la cama; el cuerpo le ardía
tanto como la mente al intentar evocar los parajes que había viajado
en sueños. Se quitó el pelo de la frente y se acercó al placard.
La habitación estaba lo suficientemente oscura como para que su
vista pudiera estar tranquila, e iluminada como para que encontrara
lo que buscaba. Había olvidado una camisa allí hacía dos veranos
y, con un poco de suerte, quizá todavía le entrara. Por orgullo, se
obligó a no intentar cerrarla.
Con su pancita incipiente (desbordando)
resbalándose apenas del jogging agujereado, se dirigió a la
ventana. Descorrió la persiana y (de)
lentamente (a cachos)
fue bañado por la luz de un sol que no podía ser invernal. Su
habitación daba al camino de la entrada a la granja, un sendero de
tierra ahora remarcado por las ruedas del equipo de Animal
World. Entre bostezos, se dijo
que el día anterior, a aquella misma hora, los arbustos que lo
cercaban se habrían estado agitando al viento. Sacó la cabeza fuera
y comprobó que, efectivamente, el aire se había detenido. ¿Tenía
algo que ver la presión? Seguramente sí, pero estaba demasiado
dormido como para pensar con claridad. Acabó de sacar el cuerpo
fuera y, con un suspiro de calma que sólo Dios sabía hace cuánto
no liberaba, echó a volar el flequillo aún mojado y se sentó en el
marco de la ventana a respirar aquel providencial oasis.