viernes, 29 de marzo de 2013

Rien de Rien (Encore)


Nada de nada,
Nunca nada me pasa a mí.
¿Por qué habrá de ser así?
Nada, nada, nada.
Nunca pasa nada aquí.

                Había vuelto sobre sus pasos antes de llegar a la cerca que cerraba el patio delantero de la casa de la Tía Emma. No se sentía con el valor necesario para atravesar el camino por sí solo, con lo cual había resuelto poner un disco de Edith Piaf en el Walkman que había resguardado en su riñonera. La cantante francesa jamás había sido (exactamente) de su preferencia, pero en aquel momento se le hacía lo único apremiante en toda la casa. La Merm no tenía ninguna tonada que ofrecerle para darle suficiente valor —sólo Rien de Rien parecía darle la seguridad necesaria para no darse la vuelta y salir corriendo.
                Al atravesar la puertita roja del óxido de años de descuido, dejando atrás el conglomerado de galpones y la seguridad de la granja, Gino sintió una presión detrás de las orejas y dejó pasar una idea (el miedo presionándome el cerebro) sin una mueca. Entró en aquel pasillo entre segmento y segmento de cultivo y, eventualmente, la sensación pasó. Lentamente, su concentración fue absorbida por las ramas que se empecinaban en arañarle la cara y las raíces que amenazaban con hacerlo tropezar tacleándole los pies. El frío se colaba por el jogging agujereado que no había tenido la sensatez de cambiarse y le quemaba las manos que aquella flora hostil no le permitía resguardar en su campera. El único pensamiento que se formó en palabras concretas en todo el trayecto fue cómo había podido cruzar aquel trecho con tanta facilidad el día anterior.
Finalmente, hacia las nueve y media, llegó a la valla blanca. La saltó en un movimiento más torpe que acrobático y se recordó:
                —“Nay más que subir una pared, saltar por una ventana, y se tiene todo lo que se quiere.”
                Ni bien lo dijo, miró en derredor con los ojos desorbitados, nerviosos. No podía evitar esperar una respuesta de la quietud circundante. A partir de allí seguía la bifurcación y (posiblemente) aquella cosa quemada, remendada y de ojos saltones. Podía volver a incursionarse por la derecha o intentar la izquierda. Consultó el reloj. Eran las diez menos cuarto pasadas. Tendría tiempo de consultar sólo uno de los dos caminos. En ese momento Piaf susurró “droite” y Gino enfiló hacia el sitio donde, estaba seguro, una pieza clave de todo aquel misterio se escondía entre la maleza.

***

                Sus pasos eran lentos y cautelosos, su vista intentaba abarcarlo todo; se sobresaltaba con el roce de cada arbusto bajo y miraba dos veces cualquier sombra. El corazón le latía tan fuerte que, de haber estado atento, habría temido un ataque al corazón. Por lo pronto, su mente tenía un solo objetivo: sobrevivir. Pasada la bifurcación algo en él había hecho clic y había perdido toda intención de hallar aquella cosa que lo había perseguido el día anterior. Sin embargo, no podía detener a sus pies. Su cabeza le aullaba que escapara de allí, que se diera la vuelta y corriera sin mirar atrás, pero no. Edith Piaf ya no le calmaba los oídos. Nada de nada. El silencio era absoluto. En aquel trecho el viento no agitaba la maleza, sólo le congelaba el cuerpo, confundiendo el temblor por el frío con los verdaderos escalofríos. Estaba asustado como nunca antes. Perderse en la negrura absoluta de Franco Víctor la noche anterior no le llegaba ni a los talones a aquella tortura auto infligida a plena luz del día. Entre pensamientos entrecortados y palabras inconexas, se dijo que lo peor era que no estaba seguro de qué esperar. Sólo había visto ojos grandes como platos y una cara marcada de una manera tan extraña que no podía precisar sus formas o causas. ¿Volvería al lugar donde la había encontrado la primera vez? ¿Cuánto faltaba para llegar allí? ¿Dónde estaba, exactamente? Deseó poder volver sobre sus pasos.
                Se arrepentía terriblemente de haber entrado y deseó tener a Valentina a su lado —sentía la brutal necesidad de tomarle la mano. Sabía que así recuperaría algo de su compostura y, con ella detrás, podría avanzar con algo más de seguridad. Ella podría recordarle dónde se habían detenido y, con unas palabras de aliento contenidas en una cita que sólo ellos entenderían, lo haría investigar. Pero no estaba allí, estaba solo y, en cierta forma, era mejor así. No pretendía cargar sobre sus hombros el peso de todo lo malo que iba de su fin de semana —y, posiblemente, también sus vacaciones de invierno— él solo, pero quería tomar precauciones. Un paso seguía al otro sin vacilar, pero con cuidado. Sus ojos hacían lo posible por cubrir todo el terreno, pero era imposible para una sola persona. Valentina hubiese querido venir si le hubiese comentado su idea. Sabía que en el fondo no lo disuadiría, estaba tan deseosa de saber qué había allí tanto (o más) como él.
                Oyó el chasquido de unas ramas al partirse y de repente todo su ser explotó. El alma le cayó a los pies y al vacío en el estómago lo acompañó una sensación de electricidad recorriéndole el cuerpo al tiempo que volvía la presión detrás de las orejas con más fuerza que nunca. No se movió —no podía. A pesar de no estar seguro de dónde le había llegado el sonido, clavó la vista al frente. Apenas si respiró. Los ojos se le humedecieron, pero no se formó ningún nudo en la garganta. No quería llorar, se dijo, pero una lágrima ya le recorría la mejilla izquierda antes de que pudiera acabar de articular el pensamiento. Lo que fuere que debiera pasar, ocurriría en aquel instante decisivo.
                Un segundo chasquido lo confirmó. Loqueseaquefuera estaba cerca, y al frente. Inspiró con toda la violencia y la torpeza que su respiración ya entrecortada le pudo dar. Quiso cerrar los ojos, presionar los párpados uno contra el otro y abandonarse, pero todo su cuerpo se había detenido.
                Un arbusto a su derecha se movió y Gino gritó en su cabeza que eso innominado saltaría y le rebanaría la garganta. Una cosa negra e indecible se deslizó entre la maleza y el chico dejó escapar un grito de terror. Se le acercó y Gino, retrocediendo, cayó al suelo. Finalmente cerró los ojos y, con la adrenalina recorriéndole cada fibra de su ser, el juicio se le desnubló de repente con una sensación similar al de una nariz destapándose. Antes de que pudiera echar a correr, sus ojos se enfocaron y pudo ver qué era la cosa a sus pies, pero no llegó a comprenderlo en aquel instante. Un pensamiento irrisorio (es el tío cosa) se cruzó por su cabeza, pero no pudo hacer una mueca. La información no parecía acabar de procesarse y la criatura seguía avanzando. Entonces, a una respiración de su nariz respingona y dos de sus ojos desorbitadas, la cosa ladró rabiosa.
                Gino parpadeó, como para comprobar que lo que estaba viendo era efectivamente real y no pudo evitar dejar escapar una risotada nerviosa. La cosa gruñó y ladró aún más fuerte, pero el chico ya se incorporaba y, con el cuerpo entumecido, no se creía capaz de volver a tener miedo. Se deshacía en risas y el abdomen le dolía. Era la cucaracha. El pekinés gruñía, ofendido, a sus pies. Su pelaje seguía tan lustroso como si el polvo y las hojas secas del camino no pudieran tocarlo. Gino se agachó e intentó acariciarlo, pero el perro rehuyó la mano y dio un último ladrido antes de volverse y echar a correr. Se quedó perplejo por unos momentos, intentando recalcular, pensar qué hacía el pekinés allí. ¿De dónde había salido?  Lo había visto por última vez en el club. Y entonces un pensamiento lo atacó por la espalda, sobresaltándolo y haciéndolo echar a correr tras el animal. ¿Qué tan lejos estaba de Franco Víctor?
                Por fortuna, a partir de allí el camino se volvía más ancho y las ramas parecían retirarse de su paso. Corría sin mirar a sus pies y sus manos no hacían más que subir y bajar, alternándose en el frente. No hubiese podido reaccionar ante una raíz a sus pies ni apartar cosa alguna que se le abalanzara encima, pero tenía la seguridad que nada de eso ocurriría. Tenía la cabeza fresca, pero no demasiado despierta. Volvía a los estados de trance del sábado. Movía sus piernas tan maquinalmente como había movido sus brazos en la estación. Habían volado helados en esa ocasión, pero ahora en el aire no se levantaba más que polvo. ¿Hacia dónde huía el perro? ¿Estaba siguiendo su rastro o corría inútilmente por aquel sendero escondido? Escuchó el crujido de una rama seca y apuró el paso. No podía estar muy lejos. No se le cruzó por la cabeza que quizá no pudiese alcanzarlo, simplemente apretaba cada vez más el paso. El ruido de hojas revueltas se sumó a crujidos cada vez más cercanos y constantes hasta que finalmente se detuvo. Quietud. Gino desaceleró y, unos pasos después, tenía al perro frente a sí. El pekinés, fijo en su sitio, lo miraba a él y luego al piso, alternadamente. Gino entornó los ojos y creyó leer en la expresión del perro algo de lo que había visto en Muaka. Consciencia. El pensamiento sonó disparatado sólo hasta que se puso en palabras. La cucaracha sabe algo. Avanzó con lentitud, con la cautela con la que se acerca a un gato, pero el perro no se movió —siguió subiendo y bajando la mirada. Y entonces, bajo sus pies, algo dejó escapar un sonidito (estrangulado) ahogado. La cucaracha abrió aún más los ojos y, entre los mechones de pelo que le cubrían la cara, pareció más asustada que sorprendida. Gino tragó saliva. El perro retrocedió sin dejar de mirarlo a él y a lo que acaba de pisar. Levantó el pie y estuvo a punto de perder su precario equilibrio cuando vio lo que había pisado. Escondido entre la hierba y el polvo, algo brillaba en el suelo. No le costó demasiado figurarse qué forma tenía antes de que su zapatilla lo hubiese destrozado. Se arrodilló y, por primera vez, admiró al hongo de cerca. Roto. Lo había roto, pero se dijo que no lo sorprendería que comenzara a retorcerse hasta volver a su forma original. Miró al pekinés, que le devolvió una mirada de terror.
                Gino bajó la vista al rezago de aquella pesadilla plateada y no pudo reprimir el movimiento de su mano. Un instante antes de que sus dedos tocaran lo que alguna vez había sido el sombrero de aquel champiñón superdesarrollado, los ojos de la cucaracha se abrieron aún más, intentando escapar de algo más allá del chico que le había dado caza. El animal sólo atinó a chillar y huir despavorido.
                —No lo toques —siseó una voz a la espalda de Gino.
                La violencia del movimiento que hizo su cuello para ver a sus espaldas debió haberle dislocado algo o hacer gritar a algún músculo, pero su cuerpo entero volvió a quedar mudo. El alma le cayó a los pies con un peso desmesurado que lo hizo perder el equilibrio y casi caer sobre el hongo. Una figura avanzó, descubriéndose de las sombras, y en ese momento Gino comprendió que no había palabras para describir a loqueseaquefuera que habitaba ese lugar. Su rostro era un óvalo de parches rojos (como las llamas) y marrones; desde las profundidades de sus cuencas, unas bolas blancas y enormes lo miraban con irises de negrura absoluta; los labios, carnosos y presionados por los pómulos salidos, se curvaban en una mueca que estaba entre una sonrisa y una advertencia; el pelo le caía sobre el cuello desnudo en tubos mugrientos de algo parecido a rastas; su cuerpo estaba oculto tras una túnica que se le hizo una sábana sucia. La sensación que despertaba en él era sencillamente inexplicable. No tenía tampoco forma de reaccionar ante ello, con lo cual su cuerpo se limitaba a guardar silencio. Hasta que esa figura avanzó y clavó sus ojos en los suyos. El contacto con el abismo de su mirada duró menos de un instante y aún así supo que aquella cosa había visto dentro de su alma. Sintió cómo sus pensamientos eran violados por los de la figura e intentó escapar. Tropezó y cayó a centímetros del hongo, sin poder darse la vuelta. La cara de aquella cosa se convulsionó y dejó escapar una frase que no pudo oír —ya se había dado la vuelta y echaba a correr.

***

                A, al menos, un cuarto de kilómetro de distancia, se detuvo y dejó escapar un grito de terror antes de que se le doblaran las piernas y cayera al suelo, raspándose las rodillas a través del pantalón miserable. Le aulló al universo y pronto la tierra se humedeció bajo sus lágrimas. Todo a lo que no había podido responder en los no más de cinco minutos de irrealidad que habían pasado le explotaba en todo su ser.
                Una vez se incorporó, tras haber finalmente vuelto a sus cabales, se sorprendió de no haberse hecho pis encima. Sentía en el cuerpo un agotamiento casi igual (o peor) al de su mente. El dolor del brazo del que Carmelo había tirado el sábado había vuelto y se le dificultaba respirar. En la niebla de sus pensamientos se preguntó si aquello no sería un colapso nervioso expandido a todo su existencia y luego se afirmó que no podía rendirse allí. Se incorporó con lentitud y dolor y echó una mirada en derredor. El camino se había ensanchado desmesuradamente. Algo le dijo que el final del sendero, si era que había uno, no podía estar mucho más lejos. Consultó el reloj. Eran las diez y media pasadas. No tenía idea de cómo volver a tiempo, pero ya se las ingeniaría para buscar la forma. Suspiró, logrando despegar un mechón de su frente empapada en sudor.
                Volvió a encender el Walkman y Edith Piaf regresó a sus oídos. Y algún momento después de La Vie en Rose y antes de que volviera l'Accordéoniste, en un irónico encore de Rien de Rien, el camino terminó de repente. Unas ramas le cerraban el paso, formando una burda pared de hojas que, con los ojos rabiosos y sin poder evitar canturrear junto a la música que le llegaba a los auriculares, removió.
                La tierra dio paso al pavimento. No se lo esperaba, pero no llegó a sorprenderse al reconocer la fachada de la casa de Gerónimo Menichelli a su lado.

martes, 5 de marzo de 2013

Rien de Rien

                Gino se hizo un ovillo, aferrándose al contacto de sus piernas resguardadas del frío invernal por los jeans. Sus manos, como era usual, no estaban enguantadas —mejor así, se dijo, era molesto tenerlas atrapadas. La única parte de su cuerpo que realmente percibía el frío —y hubiese necesitado protección— eran los párpados; el aire helado lo obligaba a cerrarlos, pero su voluntad era un poco más fuerte. Sobre el pasto húmedo, recubierto por una fina película de rocío, mientras los faroles de la casa de su tía a sus espaldas lo protegían de la noche, su mirada se perdía en la tenue luz del atardecer, recortada por los árboles más allá del cobertizo. No obstante, si osaba cerrar los ojos no vería más que ineludible penumbra —se enredaría en sus oscuras ilaciones de pensamiento, perdiéndose como si intentase salir a tientas de un laberinto. Una idea se resbaló, aflojándole la prensa de sus piernas, dejándolas extenderse en el pasto: que su cabeza era tan oscura como un laberinto de Pac-Man, pero sin las bolitas blancas y con fantasmas extras para compensarlo —y todos los fantasmas tenían el mismo tono de gris que en su cabeza se conjuraba plateado pixelado. Su mente decidió que aquellas eran ideas (dentro de todo) seguras —que semejantes pensamientos no podían herir a su psiquis más de lo que los eventos de los pasados dos días ya habían hecho—, y las dejó seguir. En su imaginario, los fantasmas se hicieron hongos y el juego se volvió multijugador. Dos pequeños círculos recortados abrían sus bocas cuadriculadas con algo que rayaba la desesperación e iba más allá. Y entonces se dio paso a un interludio que había visto al jugar al Pac-Man una tarde de otoño.
                Había accedido a ir al ciber después de clase; se iba a celebrar una alegre matanza en el Counter-Strike y todos los varones del curso estaban invitados. Estaba en séptimo grado y, más importante, el final del primer semestre era algo tan lejano como imposible; las facciones escindidas que constituyen formalmente a un curso todavía no se habían discriminado. Gino todavía podía ser alguien, aún estaba a su alcance algo más que el premio de consuelo que sería su compañero de banco. Sin embargo, la suerte quiso que su ineptitud en cuanto a videojuegos de tiros le hiciese perder el primero, en dieciocho rondas seguidas. No llegó a jugar, en total, más de minuto y medio. Más allá de los audífonos, en un plano donde los gritos del juego no existían y lo único que reverberaba era su pensamiento, se dijo que daba asco, y acabó por confirmarlo cuando se dirigió a la barra para pedir una lata de gaseosa (para las penas). No alcanzó a oír más que una frase, “fracasado de la vida”, pero eso bastó. No necesitó escuchar más y nunca, en todo el camino de regreso a la computadora ocho y por el resto de su vida, se preguntó si aquella aseveración no habría sido hecha sobre otra persona. En efecto, hablaban de su pronto a ser compañero de banco, pero Gino ya se había desconectado del juego y, conteniendo las lágrimas ante su reflejo en el monitor, buscaba qué hacer con lo que restaba de las dos horas por las que había pagado.
                La rabia y la vergüenza tienen un regusto amargo similar cuando se les da demasiadas vueltas y, como cualquier emoción fuerte, pueden fácilmente ser recanalizadas en algo tanto productivo como destructivo. Eventualmente, la rabia hacia los compañeros que no habían tenido misericordia para con un amateur y la vergüenza de sí mismo por su tristísimo desempeño en el juego lo sumieron en una concentración que lo llevó más lejos del final del Pac-Man de lo que él mismo podría creer.
                Cuando sus compañeros se levantaron de sus estaciones, entre risas y burlas, ya se habían marcado las fracturas de las que habrían de surgir las facciones de varones de su curso. Él simplemente atravesó al grupo como una sombra para pedirle al cajero media hora más. Acabó por perder en el nivel 120 diez minutos más tarde, con los dedos agarrotados y los ojos cansados —su mente, por su parte, destellaba desorbitada. En un espejo a través del tiempo, su yo de dieciséis años se sentía tan sobrecogido como su recuerdo de doce al pensar en lo que los dos últimos interludios del juego le habían enseñado. Tras una determinada cantidad de niveles, una pequeña escena interrumpía la partida. La primera escena era conocida por todo aquel que lo hubiese jugado, pues sucedía tras el segundo nivel: tras escaparse por los pelos del fantasma rojo, Pac-Man regresaba en un tamaño gigante, obligando al fantasma, que se había vuelto azul, a huir despavorido. No obstante, las restantes no formaban parte del conocimiento popular. En la segunda escena, una vez finalizado el quinto nivel, el fantasma rojo se rasgaba sus vestiduras al perseguir al protagonista y dejaba entrever un pie. En la tercera aparecía con su túnica remendada y, tras enfrentarse a Pac-Man fuera de escena, se revelaba como un par de ojos con patas. La imagen había sido conservada hasta la aparición de su capa cosida —el resto se había perdido en la sorpresa, incluso a pesar de haberla visto en tres ocasiones: tras los niveles nueve, trece y diecisiete— y había dado vueltas por su cabeza durante semanas hasta ser, eventualmente, olvidada y enterrada en las profundidades de su mente. Como toda ilación perdida en la penumbra, se descubría como un leviatán, una bestia terrible, inmensa y terrorífica, sus ojos amarillentos brillando en las aguas turbias que ocultaban sus colmillos. Las piernas del Gino presente temblaron, pues la idea del Pac-Man, tan supuestamente inocente en su origen, había logrado reconectarse con la otra idea que la había obligado a enterrarse. No pudo detener a su mente antes de que le sugiriese cómo el rostro que había visto en el camino ya no se le hacía quemado o marcado por manchas de nacimiento, sino sencillamente remendado.
                Cuando se incorporó no sintió la ropa mojada. Lo único que notó, con una creciente desesperación que se obligo a contener, fue que casi no podía distinguir la oscuridad de la noche de la de sus pensamientos.

***

                La noche pasó con descuido, entre risas y con una vitalidad que hacía la vista gorda del fin de semana que acababa de finalizar. La señora al otro lado de la mesa le devolvía sonrisas que empezaban a delinear mayúsculas y los insultos no se hicieron oír hasta pasadas las diez. La cena fue, como siempre, frugal pero variada; los excesos no ocurrían en aquella casa. Hacia el postre, Muaka se restregó contra el ventanal de la cocina y pasó a compartir el queso de Gino y el dulce de su tía. El gato, desaparecido durante el día, tenía el pelaje aún más mugriento que de costumbre. Una vez alimentado, se sentó a un lado de Emma. Se movía tan majestuosamente como un siamés recién salido de una peluquería veterinaria, pero con tanta suciedad que apenas se veía la mezcla de tonos oscuros que hacía al abrigo del animal. La cabeza de Muaka apenas se veía desde donde Gino se sentaba, pero aquello alcanzó. Entre los bigotes del gato algo brillaba bajo el foco amarillento de la habitación. Arqueó una ceja y Muaka lo miró. Ámbar se enfrentó a azul y el joven atisbó algo parecido a la consciencia en los ojos del gato. Se dijo que el animal, que empezaba a desperezarse, sabía lo que estaba pensando, y contuvo una risa nerviosa ante la locura que acababa de ocurrírsele.
                Sin otro gesto de por medio, la Tía Emma deslizó una mano hacia las orejas del gato, las acarició, y pasó la otra bajo la barbilla. Cuando retiró esta última, ya nada destellaba en los bigotes de Muaka. Entonces Gino se percató de que no había visto al gato en todo el día.

***

                La mañana le llegó hacia las ocho y media, con la luz golpeándole en la cara a través de la ventana de su habitación. Se había deslizado lentamente por el edredón y ahora le lamía hasta las cejas. Se desperezó en la cama, sin poder incorporarse. Descubrió que no estaba cansado, sino terriblemente cansado, pero no podía precisar porqué. Despertarse siempre era agotador, pero aquello era ridículo. Los músculos se negaban a responderle. Su vista se perdió en la mancha de humedad del techo, pero no pudo detenerse a observar la forma que se dibujaba en la pintura hinchada. ¿Qué había soñado? No tenía la más mínima idea. Se dio la vuelta, girándose hacia la mesita de luz. El celular había sonado a las ocho, pero no lo había oído —o quizá había pausado la alarma o sencillamente elegido ignorarla. Bostezó y se quitó el pelo de la cara. No sentía el regusto de los sueños turbios, que intentaban abrirse paso y volver con cualquier detalle que, por más insignificante que fuese, alcanzara a despertar un leviatán puesto a dormir.
                Hizo un esfuerzo sobrehumano y se recostó con la espalda en la cabecera de la cama. Le dolía todo el cuerpo y la cama estaba completamente deshecha. ¿Había luchado en sueños? ¿O en pesadillas? ¿Tan terrible había sido que no podía dilucidar siquiera un cuadro de su locura? Mejor así, se dijo con otro bostezo. Torció el cuello y contempló la almohada. Estaba babeada. Se preguntó si habría besado en sueños. Primero apareció la imagen de Valentina envuelta en su chaqueta, con la cara helada y los labios rojos. Y luego la figura danzante de María, hipnotizándolo con sus movimientos llenos de gracia sobrenatural.
                La alarma anunció que eran las ocho y media y, con su cadena de pensamiento interrumpida, reprimió el impulso de romper el móvil. El timbre y la vibración le despertaban un odio (QUE SE CALLE) sin igual.  Extendió el brazo y presionó un botón, esforzándose por ignorar la necesidad de silenciar la alarma lanzando el aparato contra una pared. Se dijo que tampoco hubiese podido hacerlo. Girando el cuerpo, intentando forzar al mínimo los músculos que chillaban como condenados, llegó a suspender las piernas a un lado de la cama y se las quedó viendo. Sí había sentido un odio similar, y había sido tan visceral que lo había obligado a usar los puños que nunca antes había probado. La madera crujió bajo su peso y pensó en Carmelo, preguntándose en qué momento había dejado de odiarlo. Recogió una campera de la silla que, junto a la cama, el ropero antiguo y la mesita de luz, era todo el mobiliario con que su recámara contaba, y se respondió que seguramente había sido durante la golpiza. Las cosas pierden su peso cuando se dicen, las palabras se vuelven tan huecas que parecen tontas, y las emociones, al desnudarse, se vuelven transparentes, casi ordinarias. Una vez la rabia se expresó en la pelea de la que la estación había sido testigo, no había cabido más lugar para rencor. Se había exorcizado o, algo más precisamente, se había hecho una suerte de catarsis —una de puños, quizá la más efectiva. Y de ahí en más, había sentido la extraña y reconfortante sensación de la amistad.
                Desayunó solo, con el televisor haciendo ruido blanco. Su tía estaba fuera, gritando un poco al equipo de Animal World, y su taza de café esperaba a lavarse en la pileta. La chocolatada fría le recorría la garganta como un cubo de hielo resbalando por su espalda. El sueño y lo agarrotado de sus músculos mitigaba los respingones que no quería dar. A través del ventanal uno de los camarógrafos intentaba acercarse a Muaka, que lo observaba con cierta desconfianza y las orejas hacia atrás. Pero el gato no estaba ni sorprendido, ni asustado ni irritado. Los estados de somnolencia le daban una carga particular a los ojos de Gino, que veían con claridad que el animal estaba en algo tan raro como su tía. Sus ojos azules brillaban (incluso más) tanto como los hongos plateados, con algo más allá de la malicia característica de los gatos. Dio otro bostezo y miró el plato de tostadas y el queso untable. Apartó el pote y (toda la paja) simplemente se comió el pan desnudo. Cuando levantó la mirada, Muaka y el camarógrafo ya no estaban. Los gritos de la Tía Emma le indicaron que debían estar intentando meterse en el tambo, con lo cual habían acabado con el camino tras el galpón. Con lo cual tenía la vía libre.
                La idea se había deslizado como un relámpago, sobresaltándolo y recorriéndole el cuerpo con una sensación de (el alma a los pies) vacío. Lo que sea que hubiese visto en el camino lo había estado persiguiendo en los últimos días y aquella era, quizá, una oportunidad única. Se acercó al ventanal y comprobó que el arsenal de cámaras enfocaba al tambo y que se había formado un pequeño círculo de gente gritando e insultándose. Nadie lo vería si se escabullía por el galpón de los tractores.
                Miró la hora. El celular le anunció que eran casi las nueve. Su tía no quitaría los ojos de encima al señor Gershwin, con lo cual, si el hombrecito quería filmar, le iba a tomar un largo rato. Veinte minutos de cinta tomarían, entre inevitables altercados y la extrema minuciosidad del canal, al menos, hasta las once. Se terminó la taza en dos largos sorbos y la dejó en la pileta mientras terminaba de masticar la tostada que se había metido en la boca casi entera. Se movía con la agitación de las aventuras. Cuando atravesó el umbral de la cocina y llegó al vestíbulo, se dijo que, entre el miedo y las sospechas, no había dejado lugar para aquella apremiante sensación de aventura. La última vez que se había sentido así de (lleno de vida) emocionado había sido al ver al fantasma rojo al desnudo.
                Mientras se ponía las zapatillas que había dejado allí la noche anterior, dos cosas se le vinieron a la mente, casi en paralelo. La primera fue una canción de Edith Piaf que la Tía Emma solía canturrear en un francés argentino hacía un par de años: “Rien de Rien”, literalmente Nada de Nada, una canción en la que se quejaba de que, por más que se esforzase en conseguirlo, no le sucedía nada interesante. Y la segunda, mientras algunos de los versos empezaban a reproducirse con la marchosa entonación de la Mujer en su cabeza, era una frase que había leído en internet. Los juegos viejos no se podían ganar, simplemente se hacían más rápidos y difíciles hasta que morías —igual que la vida real.
                Las palabras resonaron hasta tapar la pegajosa tonada de la canción. Gino se detuvo antes de acabar de atarse los cordones, perdido en el vacío en que se habían roto sus pensamientos. Eventualmente, la alarma que se había programado para las nueve sonó, despertándolo de sus cavilaciones y obligándolo a acabar su tarea.
                Se levantó y abrió la puerta, pero dudó antes de retirar el mosquitero de su paso. Fue un gesto que, de haber sido adrede, habría sido desmedidamente teatral era, simplemente, lo abrumador de las imágenes que se  le conjuraban en la mente.
                —Nada de nada —entonó finalmente, vacilante. —Nunca nada me pasa a mí. / ¿Por qué habrá de ser así? / Nada, nada, nada. / Nada de nada.
                Se tuvo que tapar los ojos para protegerlos del sol al salir.