jueves, 31 de enero de 2013

You'll Never Get Away From Me


La media tarde hacía lo posible por subir la temperatura, pero el día era irremediablemente frío y el camino terriblemente largo. Gino sentía en los pies doloridos la ausencia de su bicicleta y la distancia de cinco kilómetros que separaba a El Aragón de Franco Víctor ensancharse a cada paso. Sobre los hombros le pesaba la falta de una mochila con la misma sensación que lo embargaba a uno el verse la muñeca vacía en el acto reflejo que en otra ocasión hubiese revelado un reloj de pulsera. Y lo peor de todo aquello era, sin duda, la falta de auriculares, la ausencia de la música que aliviana el alma y acalla las voces de la mente —y en aquel caso en particular, las del corazón. En su cabeza había un pequeño (homúnculo) trapecista que iba de tema en tema, tocándolo apenas, levantándolo de su letargo para luego despertar una pequeña hecatombe que se comunicaba con otra ilación de recuerdos —y de ideas. El hombrecito alternaba entre los besos de María y Valentina y la sensación que ambos habían despertado. Con la primera no podía evitar experimentar una suerte de miedo y de sobrecogedora sensación de (lástima) ternura —esa chica se odia, pensó— y de la segunda no le llegaban vibras en más que una irresistible (el punto) dirección. Los labios de María habían sido una sorpresa, los de Vale un refugio. Y todo se había ido decididamente al cuerno, aquel lugar al que las situaciones imposibles van a parar cuando uno pierde toda esperanza de solucionarlas —y donde, eventualmente, cuando un atisbo de solución se forma, se van a buscar. Pero por entonces todo había perdido sentido y Gino no veía luz al final del túnel —solo oscuridad y rojo; rojo de pasión, una pasión que, en la soledad de esa caminata, abandonado por la alaridosa Ethel Merman, debía confrontar: enfrentarse a sus demonios y aceptarlos. Pero también rojo de fuego, un fuego que no tenía nada de metafórico sino, más bien, profético. La mañana anterior había visto algo entre los pastizales, algo quemado, algo que estaba pintado en las manchas de humedad sobre su cama. Y algo que el piquete había presagiado. Los eventos del pasado fin de semana no parecían azarosos —en lo más mínimo. Él no creía en ningún Ser o Cosa superior que comandara las fuerzas del universo a su antojo, pero había algo sencillamente raro en todo lo que había sucedido. Se preguntó si, de no haber encontrado aquel champiñón plateado superdesarrollado en una estación abandonada —en la cual nunca se habría refugiado de no ser por un vendaval surgido de la nada con el que se había topado dado que su colectivo había decidido volver por donde había venido a causa del inconveniente piquete—, habría entrado en el vivero de su tía y, casualmente, paseado en su interior hasta hallar una plantación de esa misma pesadilla en una brillante (cegadora) escala de grises. Decidió que no y dejó escapar una risotada nerviosa que quedó entre él y los campos. Y las plantas respondieron un suspiro al negar con la cabeza, impulsadas por el viento.

***

Gino se sintió agradecido de encontrar a su amigo en la entrada del pueblo, descansando con la espalda apoyada sobre las columnas del arco que anunciaban a Franco Víctor, con su bicicleta y el bolso a su lado. Así no tendría que adentrarse en esas cuadras que, incluso a la luz del día, se veían amenazantes.
Al acercarse, se percató de que Carmelo no reaccionaba ante el ruido suave pero insistente de la grava moviéndose bajo sus pies. Y fue entonces, a escasa distancia —a sólo un par de metros separándolos—, que se percató, con una sonrisa, de que su amigo tenía los auriculares puestos y llevaba el walkman en el bolsillo principal del overol de jean que tenía puesto. Gino se dijo que —quitándole el aparato y agregándole una hoja de trigo entre los labios— era la viva imagen del campo. Tenía los párpados cerrados como persianas bajas, advirtiendo “no molestar”; respiraba calma y no parecía hacer más movimientos de los estrictamente necesarios. El aura de picardía que momentáneamente le faltaba a Carmelo se traspasó a Gino en la forma de una idea de travesura casi infantil. Sin pensárselo dos veces, movió su mano con sigilo hasta alcanzar el cable de los auriculares y tiró con un golpe seco. La música dejó de llegar a los oídos de Carmelo Della Robbia y se escapó al mundo con el atronador grito de Ethel Merman, acompañada por el elenco de Gypsy, al finalizar el número Mr. Goldstone, I Love You. El chico abrió los ojos como platos y movió las manos en todas direcciones intentando infructuosamente encontrar y acallar el walkman. Gino se lo quitó del bolsillo del overol y le bajó el volumen a Sandra Church al tiempo que la muchacha empezaba a lamentarse por su falta de identidad en Little Lamb. Pobre chica, se dijo mientras deslizaba su dedo entre los botones, no sabe que va a terminar siendo la stripper más famosa y mejor paga de todos los tiempos.
—Siempre tan agradable —resopló Carmelo, quitándose los auriculares e intentando ocultar la vergüenza que le teñía la cara.
—Lo saqué de vos —sonrió Gino, clavando los ojos en el walkman y esforzándose por no avergonzar aún más a su amigo al preguntarle qué hacía escuchando sus discos. —En fin, acá están mis cosas —comentó con un suspiro, encogiéndose de hombros y alternando la mirada entre la bicicleta y su amigo.
Hubo un momento de silencio que no acabó de resultar incómodo antes de que Carmelo lo cortase de cuajo, cruzándose de brazos y devolviendo a su pose la clásica expresión de, más que superioridad, superadoridad.
—Al final no te pudiste escapar de este pueblito —dijo con un dejo de picardía.
—Podríamos decir que me traicionó el inconsciente —se atajó Gino, agachándose para recuperar el bolso.
—Podríamos decir que te besó el inconsciente —replicó Carmelo arqueando una ceja.
—Podríamos decir que si seguís hablando te hago tragar tus palabras tan delicadamente como Gerónimo vomitó su cena —ladró Gino, con rabia estallándole en los ojos, extendiendo la mano para que su amigo le entregase los auriculares. —Lo que haga o deje de hacer mi inconsciente es asunto mío.
—Ach, muchacho —negó con la cabeza Carmelo, dejando escapar una risita compasiva alt tiempo que le hacía entrega del cable ya enmarañado de sus audífonos— lo que pasa o deja de pasar en una comunidad chica es asunto de todos y la comidilla principal de las chusmas. Y en un pueblo somos todas chusmas —Gino empalideció. —Se sigue hablando del chico ése que almorzó con los Della Robbia. Podemos ser muy hospitalarios, pero somos tan desconfiados como una manga de judíos a los que miran mucho. Yo no voy a abrir la boca, Gerónimo no recuerda nada de lo que pasó anoche, hasta vino esta mañana a disculparse, y María apenas si la abre para otra cosa que no sea comer, por lo menos ahora, así que...
Carmelo dejó que sus últimas palabras de deslizaran, dejándolas desvanecerse como notas que repicaban hasta desaparecer. Había cierto asco (no asco no) y recelo en su comentario final. No acabó de terminarlas antes de que una furia rabiosa, como la que había ocasionado la bronca en la estación dos días antes, asaltase a Gino y lo obligase a darle un puñetazo en el hombro a su amigo. Una vez lo hizo, no pudo evitar mirarse el puño y preguntarse cuándo se había vuelto tan violento, cuándo había dejado que las emociones a flor de piel se le escapasen de la membrana que tan arduamente los valores y educación familiares habían construido.
—Buen derechazo —dijo Carmelo con una sonrisa, y se lo devolvió con suavidad. Sus manos eran tanto más grandes que las de Gino y, de haberlo querido, su brazo, musculoso bajo la camisa a cuadrillé que le daba aquel ridículo tinte granjero, le habría reventado algo. Pero el gesto era cordial, de aquella cordialidad especial que se da entre los hombres en que un insulto se vuelve un cumplido por acuerdo tácito. —¿Y qué vas a hacer ahora? Te tomás el de las cuatro y media, supongo.
—No —replicó Gino al cabo de una pausa, mirando a su amigo a los ojos. Profundizó en los irises marrones de su amigo y se cruzó los brazos como él, poniéndose cómodo para escrutar en la mente de Carmelo. Buscaba algo que no sabía que era y, al mismo tiempo, estaba seguro que tenía cerca; estirando una mano metafórica, casi podría tomarlo entre sus dedos. —Al final me quedo acá. Muchos asuntos pendientes.
Como Gino se había resistido de cuestionarle sus peculiares gustos musicales minutos antes, Carmelo retribuyó dejando pasar la oportunidad de levantar una ceja y soltar una risita acusadora. En cambio, al tiempo que se producía un instante de silencio entre el final de Little Lamb y You’ll Never Get Away From Me, se acercó a su amigo y, pasándole una mano por el hombro, le reprochó a él y a los pastizales, al mundo y al aire:
—¿Ves que no te podés alejar de acá? ¿Ves que no te podés escapar de mí?
Gino lo miró, entrecerrando los ojos y, con una sonrisa desafiante formándose entre las facciones molestas, se preguntó si su amigo haría lo que estaba pensando y, cuando lo hizo, se preguntó cuántas veces habría escuchado aquel disco en el curso de la noche que había separado el fin de semana continuado del lunes por la mañana.
—Nunca te escaparás de mí. / Decís "Me rajo" y aún así —el chico, en un canto que rasgaba los oídos y lastimaba las notas, se separó de Gino y, en un gesto desmedidamente teatral, abrió los brazos y señaló el área circundante— volvés acá.
Su amigo se dio la vuelta y se dispuso a recuperar la bicicleta, negando con la cabeza entre risas. Carmelo, sin descuidar su papel, prosiguió la farsa:
—Sí, podés decir "Hasta nunca, chau". / Pero con eso no me comprás —tomó a Gino por el brazo y se lo acercó a la cara. A una respiración de distancia, señaló hacia atrás: —, ¡si en el bar te veo ya!
Lo empujó descuidadamente en una dirección cualquiera y, al aterrizarle la espalda en el arco de metal, Gino tomó el mando de aquel número musical improvisado.
—Esperá que llegue el finde y ya —replicó, haciéndole frente, enseñándole los dientes y su poderoso vibrato. —Te dejo para siempre acá.
El chico volvió a darse la vuelta, acomodando su bolso en el canasto de la bicicleta mientras Carmelo recuperaba las riendas de su canción, como si aquella inesperada intromisión hubiese estado escrita desde un principio: pautada y naturalizada como el respirar mismo.
—Entonces intentá. / Dale, probá —le espetó, sacando pecho en una pose amenazadora. —Y vas a ver, / Que vos jamás podrás —hizo una pausa dramática antes de arremeter con las últimas notas que daría: —Escapar de aquí.
Ninguno de los dos siguió y, lentamente, la magia del aire se aplacó hasta el punto de desaparecer como si jamás hubiese existido. Las plantaciones se agitaron en aplausos y Carmelo saludó exageradamente. Gino dejó escapar una carcajada y le tendió la mano a su amigo, quien se la estrujó compartiendo la risa.
—Hagas lo que hagas —le advirtió Gino—, no te dediques a esto. Cantás peor que Rosalind Russell y no tenés ni la mitad del carisma.
—Yo también te quiero. Se nota que esa mujer era talentosa.
—De alguna retorcida manera —Gino tomó la bicicleta y se subió de un salto—, lo era. Después de todo, fue la hijadesumamá que le robó el protagónico de su vida a la Merm para la película de Gypsy.
—Por supuesto —replicó Carmelo, levantando las cejas y dejando volar los ojos. —Sonás igual que Finoli cuando desvaría de fútbol.
—Supongo que gracias —Gino imitó su gesto y dio una maniobra para encaminar la bicicleta de regreso a El Aragón. —Ahora debería volver a casa, pero supongo que mañana vuelvo acá y podemos ver qué hacemos con el asunto plateado —Carmelo asintió con la cabeza e hizo una mueca de dolor. Gino le sonrió con los ojos y volvió la mirada a la ruta. El camino sería menos tortuoso con la bicicleta, pero tampoco sentía ya la necesidad de acallar con música las voces que le habían taladrado la cabeza en el trayecto de ida. Se preguntó si no sería aquel el efecto de tener amigos: alivianarse de los dramas de la vida. Se dijo, con una sonrisa, que tener amigos que improvisen números musicales debería ser mejor aún. Regresó la vista a su amigo y, más allá, a un pueblito que dormía la siesta para recuperar energías y seguir cuchicheando esa cháchara de sanguijuela que a esas horas era sólo un susurro discreto. —Un día de estos pasate por la granja de mi tía. Hay pileta.
Carmelo soltó una risotada y le despeinó la cabellera a su amigo, haciéndolo sentir un niño al lado de la masa de músculos embutida en el overol.
—Cuando quieras.
Se despidieron con un apretón de manos y una sonrisa de complicidad y cada cual partió a su rancho, canturreando inconscientemente lo inevitable de los eventos pasados y venideros bajo las melodías de Jule Styne.

martes, 15 de enero de 2013

I Got Rhythm (Reprise)


La puerta que separaba la cocina del pasillo se cerró con estrépito y un chirrido que se pareció más a un gemido de dolor que al quejido de los goznes reclamando aceite. Qué quería de ella aquel jovencito entrometido, no lo sabía. Le había dejado pasar la rabieta de la noche anterior, le había dejado pasar desaparecer a un lugar que por una muy buena razón nunca le había sido siquiera nombrado, ¡incluso le había permitido quedarse por el tiempo que quisiera, que bien podía hacerlo siendo vacaciones le había respondido! Y así se lo pagaba: con un portazo y un insulto farfullado a gritos.
Buscó en el segundo cajón de una alacena y sacó, tras revolver la mugre y porquerías de años, un paquete de cigarrillos para emergencias. Sólo Dios sabía cuánto tiempo llevaba esperándola. A ella, a sus labios y a la desesperación. No recordaba un ataque de nervios como aquel, como aquella descompostura que hacía retorcijones de su estado de ánimo y sus intestinos por igual. ¿Hacía cuánto que la sobrellevaba? ¿Cuánto hacía que oscilaba entre un intento de mujer y una Señora con todas las letras y mayúsculas? Ya no lo recordaba. Se encendió su tubito de cáncer con el encendedor que usaba para la hornalla y aspiró calma hecha humo, dejándola salir como cuentagotas —como ella misma. Lentamente se había dejado estar. Ni siquiera tenía el pelo correctamente armado en los rulos que antes ascendían verticalmente por su cabeza. ¿Cuándo había sido la última vez que había usado una buclera? ¿O, ya puestos, un rulero? Dio una segunda pitada, esta vez a consciencia, y dejó caer la ceniza en la pileta. Apoyó los codos y dejó escapar una mirada por el ventiluz que daba al corral a un lado del molino. Pérez aún no había recogido al ternero. ¿Cómo iba a explicar su repentina muerte? A aquel hombre no podía engañarlo, era el que les daba de comer y controlaba diariamente. No obstante, si no le había dicho nada durante el domingo, quería decir que él tampoco había visto al pobre animal sucumbir al frío abrazo de la muerte. Un pensamiento se deslizó entre las sombras y la obligó a dar una tercera pitada con los ojos llorosos. ¿No sería tanto más cálido y cómodo un descanso eterno? Soltó una risotada. No sería capaz. Matarse requería desesperación y cierta valentía en la cobardía. De la primera tenía más de la que podía manejar, de la segunda no tanto. Ni de lejos. Era una sucia cobarde, sí, pero todo resguardo de valentía se había evaporado de su triste ser. Ya era suficientemente sorprendente que siguiera en pie. Claro que por entonces se apoyaba sobre la pileta, dando pitadas y dejando caer cenizas dentro en un acto compulsivo. Si no fuera por el cigarrillo estaría arrancándose los mechones descuidados que caían en su frente, empapados en sudor. La caminata la había agotado como nunca antes. Se preguntó si no estaría demasiado vieja y luego se miró las rodillas, raspadas bajo el pantalón. Dejó escapar una risita que, según se convenció, no era nerviosa. Se dijo que, de no ser por sus escapadas a media mañana, ya se habría resignado de vivir. Comprobó que el fajo de billetes seguía en su bolsillo y contó la cantidad a través de la tela. Otra sonrisa, tan amplia que el cigarrillo se le cayó de los labios a la pileta, quedando atrapado en un mar sucio de agua y cenizas, arrugándose y arruinándose como ella misma. Lo tomó entre sus dedos, pero no se atrevió a tirarlo al cesto de la basura. No. Había algo de trágico y hermoso en aquel tubito destruido de repente, apagado por sorpresa, algo que debía enseñarle una lección —algo que simplemente no podía ignorar. Se lo guardó en el otro bolsillo y cerró el ventiluz. Hacía demasiado frío y realidad como para mantenerlo abierto. Se dio la vuelta e inspeccionó la mesa. El desayuno seguía allí: tostadas con manteca y café; chocolatada para su sobrino. En aquella mesa, apenas dos noches antes, habían dado un concierto en vivo desde la cocina con una orquesta a cargo de su imaginación y felicitados por todo trasto, bicho y animal doméstico presente. Sonrió al tiempo que dejaba la colilla junto a su taza. Suspiró —suspiró a consciencia— y se sentó. No tenía sentido desperdiciar una perfecta comida. Untó el pan y se bebió la leche chocolatada de Gino antes de levantarse a buscar la azucarera, terriblemente apartada de su lugar en la mesa, peligrosamente en el borde —y curiosamente elevada. Sólo cuando la tuvo frente a sí entendió el porqué de su peculiar altura. El pequeño bol de porcelana reposaba sobre un libro encuadernado en un color limón que se confundía con el de la mesa. Apartó la azucarera y recogió el tomo. No lo abrió, simplemente observó la tapa.
—“Hay un punto en que los infortunados y los infames se mezclan y se confunden en una sola palabra, palabra fatal —Emma se llevó el libro al pecho, con una lágrima y una idea recorriéndole su expresión fatal—: los miserables”.
Dejó el tomo donde lo había encontrado y volvió a la mesa, aturdida. Se bebió el café entero antes de darse cuenta de que había olvidado el azúcar. Y con ese pensamiento se deslizó otro, uno que cobró una fuerza impresionante en un instante.
—¿Dijo un insulto cuando se fue?
Dirigió una mirada entre rabiosa y (atónita) sorprendida a la puerta que se había cerrado hacía no más de diez minutos. Y, casi olvidando (encajonando) una idea que rezaba “el Horario de Protección al Menor no finalizó”, tomó el inalámbrico del vestíbulo y llamó a un padre que debía saber que su hijo pasaría las vacaciones de verano lejos de casa.

***

Gino Teri se hundió entre sábanas, rabia y pena de sí mismo. No tenía derecho de haber llamado a su tía tan groseramente, ni aunque en esa palabra se hubiese convertido. Se cubrió la cabeza, negándole al sol el gusto de escupirle en la cara, y se repitió que aquella señora no podía ser la misma Mujer a la que había visitado el fin de semana anterior —algo le habrá ocurrido en este, se dijo, incapaz de conciliar el sueño. Deseó poder olvidarse, poder enajenarse de todo el mar de porquerías, de inconexidades, de irrealidades que lo rodeaban, llegar a huir del caos y de las cosas que no dejaban de ser siéndolo al mismo tiempo. ¿Cómo había llegado el ternero a tener entre sus dientes uno de esos hongos plateados? ¿Hacia dónde huía a media mañana aquella señora que decía ser su Tía Emma? ¿Qué era esa figura a medio quemar, si un beso infantil era el culpable del distanciamiento con (elpunto) Valentina? ¿Y, ya puestos, qué era ese dichoso punto? ¿Qué pretendía de Valentina? ¿Hasta dónde pretendía borronear la línea de la amistad? ¿Qué quería con María? ¿Quería lo mismo que con su amiga? ¿Quería aquello por lo cual esa hermosa y (aunque no lo sepa) delicada bailarina se martirizaba? ¿No podía simplemente huir a su ciudad, abandonar todos los interrogantes, dejar atrás una vida que fluía sobre el hielo más frágil que había pisado nunca?
No, profirió una voz desde lo profundo de su alma, obligándolo a aferrarse más fuerte de la sábanos. Tenía algo muy concreto y a la vez ambiguo qué averiguar y no podía irse dejando semejante cabo suelto. Se preguntó cómo había podido dormir el sábado por la noche y si su amigo, a cinco kilómetros de distancia, en un pueblo que había permanecido en la sombra por dieciséis años, había pegado ojo en toda el fin de semana. Y aquello lo llevó a sus cosas. Aunque quisiera irse, la bicicleta y —más importante aún— el Walkman y los discos seguían atrapados en Franco Víctor. Miró el reloj. Siete y cuarto. Nadie en su sano juicio estaría despierto a esas horas en vacaciones. Si le enviaba un mensaje debía esperar un poco. Se dijo que ya era suficiente con el que le había escrito casi a las seis.
Se dio la vuelta e intentó —infructuosamente— dormir.

***

Su hermano no estaba en casa, le aseguró la mejoramiga de su cuñada, quien, animosamente, le sugirió también que el chico podía quedarse cuanto quisiera. Emma reprimió un “¿Y vos quién te pensás que sos para decidir si el chico puede o no pasarse dos semanas en un lugar que ni siquiera conocés, peligrosamente cerca de otro del que menos idea podés llegar a tener?” y sintió aquella omisión como una repentina revelación. Prosiguió una trivial conversación reflexionando que quizás las claves de una vida que se desdibujaba como pasada estaban frente a sí. Cortó la comunicación en un estado hipnoide, sin ser completamente consciente de sus movimientos. La caminata que había dado por la casa mientras Marta le daba una cháchara tan superficial como idiota la había llevado a la puerta de su vivero privado, aquel al que sólo ella tenía permitido el paso. Los paneles de cristal le devolvieron un reflejo que no era el suyo; la mujer que la miraba directo a los ojos no era la Tía Emma; no era una señora con mayúscula sino una pobre fracasada que había sucumbido a un vicio superado y ni siquiera tenía las agallas para cometer un acto estúpido (como ella) y egoísta. Y entonces hubo otro momento clave, una segunda revelación que se cruzó entre su línea de pensamiento, rompiéndola y rearmándola: que le daba asco —que lo que estaba viendo no era triste sino lamentable. Ella no era una miserable, ella leía sobre miserables con ese aire moralista y reformista que le conferían las palabras de Víctor Hugo, ya fuera en su voz estruendosa o en su mente caótica. Emma era una piltrafa, una muerta en vida, pero la Tía era una sucia reformista como Víctor. Era una Mujer con todas las letras, y si bien estaba lo más lejos de ella de lo que se había sentido en toda su vida, una especie de fuego —alguna retorcida clase de pasión o lucha por la supervivencia— comenzaba a arder en su interior. Una emoción innominada la hizo apretar redial en el inalámbrico. Marta atendió con esa vocecita (de pelotuda) jocosa e irritante suya y la Tía Emma violó con desmedida violencia el Horario de Protección al Menor. Cortó antes de obtener réplica, si es que alguna hubiese sido posible. Lo hizo con una sonrisa, una mueca que se le hizo tan extraña que tuvo que comprobar que fuese real. Se tocó los labios y la expresión se ensanchó. Estaba riendo.
Se volteó y volvió a la cocina con un andar que le provocó una suerte de nostalgia. No era ella misma, al menos no aún, pero estaba cerca, tan cerca que casi podía saborear el sarcasmo ponzoñoso que, una vida atrás, cubría sus sabias palabras. Era una sensación gloriosa. Cerró los ojos y extendió los brazos, dejándose embriagar por ella. Era renacer, ni más ni menos. Y con una miserable llamada telefónica. No, miserable no. No podía poner en palabras el torrente de insultos que la mejoramiga de su cuñada había escuchado al otro lado del auricular, pero definitivamente no era miserable. Se dijo que debería haberlo hecho hacía tiempo, pero, repuso, nunca se le había ocurrido. Y entonces otro pensamiento, uno que pretendía cruzarse como una sombra, pero que acabó por trastabillar y tropezarse, quedó en evidencia. Y entonces pudo verlo mejor. Era una pregunta, una desestabilizadora pregunta que en su momento había desviado con la poca sagacidad que aún conservaba. Esa mañana sabía que la misma respuesta valía incluso más. Un día atrás, su sobrino le había preguntado si le gustaba su vida y había replicado con una canción —nada más poético ni reformista; nada más ella misma.
— “Los días pueden ser soleados, sin siquiera un suspirar. / No necesito lo que el dinero me pueda comprar”
Sintió sus ojos humedecerse con algo similar al orgullo, y prosiguió su reprise del número musical que había celebrado, allí mismo, dos noches antes:
— “Los pájaros en los árboles cantan lo que dura el día/ ¿Por qué no acompañarlos en su melo...?”
Y entonces se quebró; unas lágrimas cuya causa no pudo asegurar comenzaron a cerrarle la garganta y resbalarle por el rostro. Las alejó con rabia al tiempo que la puerta que separaba la cocina del pasillo se abría. Un muchachito que en su cabeza tenía apenas diez años la miró con ojitos que buscaban perdón. Y su Tía Emma se lo concedió, extendiéndole la mano.
—“Tengo ritmo, tengo canto”
Él le extendió su voz, tanto menos estridente que la de la Mujer, pero igualmente potente.
—“A un chico de encanto. / ¿Se necesita algo más?”
—“Tengo mi trigo sano en mi cultivo, y también a mi chico”
—“¿Se necesita nada más?”
—“De los problemas, no me comentés acerca. / No los encontrás de este lado de la cerca”
El conductor dio un último golpe de orquesta, anunciando el final de su canción, y los dos se abrazaron.

***

Valentina Pérez tenía dieciséis años, una edad en la que algunos saben —o creen saber— perfectamente qué es lo que quieren hacer de sus vidas. En aquel preciso instante, si su mente no hubiese estado tan abstraída en su tarea, hubiese asegurado que todo lo que ella era y pretendía ser pasaría por una lente; pero, claro, no estaba como para replicar nimiedades, ni aunque fuese la frase más acertada que daría en su corta vida. Vale, para sus compañeros de la Escuela Pública Provincial n° 130.288, no poseía ni las aspiraciones ni el carisma necesarios para estar al otro lado de la cámara: sencillamente sentía el impulso de ocultarse detrás y deslizar sus dedos entre botones y palancas, convirtiéndose ella (toda) misma en una extensión de la cámara, fuese fotográfica o de video. En el momento en que, entre negociaciones con Animal World, le había sido ofrecida la pasantía, sus ojos se habían abierto como platos y su boca se había desfigurado en una expresión de júbilo y absoluta felicidad. La gente simple se contenta con cosas simples. Pero —y eso lo sabía todo aquel que la conociese de verdad— Valentina no era una chica simple. Agradeció como si aquel fuese un favor que le era devuelto más que una oportunidad ofrecida de la nada, y colgó el auricular; acto seguido, procedería a traducirle a una agria Tía Emma las condiciones que el señor Gershwin le extendía. Una rabieta después, esperaba con impaciencia la llegada de un equipo completo, listo para documentar.
Pasado el mediodía y una generosa comida de su madre, la muchacha de ojos grises y cabello ondulado salió al pastizal que hacía de zócalo a la propiedad.        Dedujo que el señor Gershwin seguía dando las indicaciones para llevar a cabo el itinerario del día y no pudo evitar preguntarse por cuánto tiempo más tendría trabajo. Y si le pagarían. Se apoyó contra los andamios herrumbrados del molino y echó una mirada al corral. Su padre ya se había ocupado del ternero muerto. Su reacción al verlo cargarlo hasta detrás del tambo no había pasado de una mueca de dolor en los labios. Hasta allí le llegaba la empatía. ¿Qué iba a hacer sino? ¿Ponerse a patalear y llorar como hacía cuando a su amiguita lechera le llegó la hora a la impresionable edad de diez años? Ya era mayor, y el hecho de levantarse con la idea de que tenía que empeñar su esfuerzo en un empleo le aseguraba que aquello era cierto, quisiera o no. Y lo quería. Había sido curtida por la vida y era hora de que la documentase.
La puerta del remolque central, aparcado justo frente al cartel de entrada que señalaba el comienzo de El Aragón, se abrió con violencia y el señor Gershwin salió echando fuego por la boca. Se dijo que aquella tarde sería agobiante y se preguntó si no sería la última. Se encaminó hacia la caravana donde se guardaba el equipo y le hizo señas a uno de sus compañeros de trabajo para que la ayudara a sacar su cámara. Un rubio la asistió y, entre los brazos marcados del muchacho y sus propias muñecas delicadas, el equipo fue instalado. Le agradeció con una sonrisa y su compañero se fue. Lo siguió con la mirada, una idea deslizándose cual (nada mal) serpiente lujuriosa y, como una ilación de pensamientos, sus ojos pasaron del chico rubio que revisaba el mar de cables del suelo a un chico morocho que buscaba pasar entre la barricada de vehículos. Aquel chico se estaba yendo sin equipo ni equipaje. Aquel chico, sobre el cual los ojos de Valentina se entrecerraron con una emoción que oscilaba entre la curiosidad y la rabia sin (adónde fuiste vas) destinatario, era Gino.