A la tercera cuadra suspiró de alivio. Su vista, ya cansada
y desorientada, había vislumbrado el cartel de neón de la heladería Porter. No estaba
demasiado seguro de dónde estaba exactamente, pero al menos había encontrado un
lugar conocido. La ubicación de la plaza era aún un misterio, pero —se aseguró
con ánimos renovados— no podía estar demasiado lejos. ¿Cuánto le había tomado
llegar allí el domingo? Tenía tanta idea de eso como de dónde estaba el Club. Ninguna. Mientras cruzaba la calle
desierta, se prometió pedirle a Carmelo que le hiciese un mapa de Franco
Víctor.
La puerta estaba cerrada, lo cual, tras pararse en
una cierta lógica (de pueblo)
extraña, le pareció normal. ¿Quién tomaba un helado a las once menos cuarto de
la mañana? Un citadino perdido que ha
logrado escapar de dos infartos, un pequinés y una cosa monstruosa e indecible,
se respondió con una risa amarga y un suspiro. Se cruzó de brazos y se quitó a
Edith Piaf de los oídos. ¿Había algo made
in Broadway en la riñonera? Necesitaba pensar y una voz estridente para (a dónde ahora) ayudarlo.
Tomó entre sus dedos el disco de Gypsy y, vía asociativa,
recordó el dueto de la mañana anterior —y cómo se había olvidado de comentar a
Carmelo sobre el ternero muerto. Y la
cosa. Tenía que ponerlo al tanto. Buscó en el bolsillo del jogging y, con
un estremecimiento, recordó que no lo había llevado. Insultó dentro de su
cabeza y la palabrota resonó en el silencio a su alrededor. ¿A qué hora había
llegado por primera vez a Franco Víctor? Había sido, masomenos, hacia la misma hora. Entonces había sido sábado y le
había resultado lógico que las calles estuviesen desiertas, pero ya era martes.
¿Dónde estaba todo el mundo?
Como respondiendo a su pregunta, un grupo de niños
pasó corriendo a su lado y uno —el último— le golpeó el brazo con su bolso.
Gino dejó escapar un quejido y el mocoso
se dio la vuelta para disculparse. Encontrándose con un total desconocido, el
niño se detuvo, se puso pálido y rojo al mismo tiempo; llevándose una mano a la
boca (intentando contener gritito terror
no sabe) escupió un “¡Perdón!” entre sus dientes embracketados y echó a
correr tras sus amigos.
En vacaciones, sólo podían estar dirigiéndose a un
único lugar con tanto apuro: el club. El pensamiento se le disparó en una
línea, con rapidez y en orden (si quiero
llegar, debería seguirlos), hasta finalmente detenerse (pero si los sigo va a parecer como si los
estuviera persiguiendo) y entonces todo volvió al caos de siempre. ¿Cómo
llegar? Sabía perfectamente que todo lo que estaba sucediendo iba a obligarlo a
quedarse allí todo lo que durasen las vacaciones, con lo cual no podía
permitirse quedar como el desconocido desquiciado que persigue a los niños para
—y sabía que el cotilleo iba a devengar en ello— hacer cosas indecentes. Antes
de que pudiera profundizar en las eventuales y terribles repercusiones de una
acción que aún no había cometido, otro grupo de niños, algo mayores que el
anterior, pasó a su lado con un poco más de calma. Gino observó que también
llevaban con ellos bolsos y uno tenía una campera con las iniciales CAFV sobre
un escudo a rayas horizontales amarillas y marrones. Una idea empezó a formarse
en su cabeza y, tras ver otros dos grupos mientras seguía al segundo, se la
aseguró: alguna clase de torneo estaba por darse en el club.
***
A un paso (que
no levanta sospechas) normal, habiéndose guiado por tres grupos diferentes
y tras perderse en una ocasión por seguir a un grupo que tenía por destino el
almacén, acabó llegando al Club a las once. Una marea de jóvenes de edades que
iban desde cinco hasta diecisiete años se amuchaba para entrar, subiendo a
trompicones las escalinatas que, a mitad de cuadra, señalaban la entrada.
Cuando aquella tormenta de brazos que se agitaban y voces que chillaban amainó,
Gino se adelantó y, tras comprobar que un tablón anunciaba un torneo de fútbol,
se acercó a la cabina donde la recepcionista cara de sapo veía con ojos
desorbitados cómo la gente entraba sin enseñarle sus carnés. No necesitaban
hacerlo, cada cara era tan familiar como la anterior y aquella señora ya los
conocía casi más que ellos mismos. Tenía todos sus datos en la computadora
gigantesca en el escritorio y todos sus chimentos guardados en su cerebro. No
obstante, la señora no alcanzaba a ubicar al jovencito emponchado en una
campera sin las insignias del equipo local. Entornó la vista —en una imagen tan
ridícula que Gino tuvo que reprimir con mucho esfuerzo la risa—, pero ni aún
así pudo identificar al muchacho que, con las manos en los bolsillos, se
encogía sutilmente de hombros ante la inspección. El contacto visual se quebró
cuando una mano salida de la nada le tocó el hombro. El chico se volteó en un
reflejo animal, sin poder articular palabra. Fresca, con el cabello recogido en
una coleta rubia y sus ojos verdes brillantes, María lo miraba con la boca
entreabierta.
—¿Gino? —murmuró finalmente, adoptando la primera
posición de baile con sus cejas alzadas en desconcierto. —¿Qué hacés acá?
Abrió la boca para replicar, pero sólo alcanzó a
balbucear vocablos sin sentido alguno mientras enrojecía. Tras poco más de un
interminable segundo, la recepcionista se acercó a la pared de cristal y, con
su voz chillona escapando de los agujeros de la ventana, preguntó:
—Disculpame, pibito, ¿quién sos?
Nuevamente, Gino se encontró sin saber qué responder.
¿Qué significaba Gino Teri allí? Nada. Nadie.
—Es un amigo —se apresuró a responder María, saliendo
de su rígida posición y acercándose a la señora. —Vino a ver el torneo. ¿Le
cobrás la visita?
—No —dijo Gino, adelantándose y despertando una segunda
mirada de perplejidad de ambas mujeres—, me gustaría hacerme socio.
—¿Socio? —repitió María, volviendo a la primera
posición y enarcando las cejas, nuevamente a la defensiva.
—Sí —le respondió sin mirarla a los ojos—, me voy a
quedar acá por las vacaciones. ¿Cómo hago?
—Llená estos formularios —explicó la recepcionista,
extendiendo unas papeletas por debajo del vidrio. —Son cincuenta por mes más
veinte de inscripción.
Otro pensamiento (recuerdo
consciencia más bien) relampagueó y Gino se estremeció. Metió la mano en la
riñonera, rebuscando frenéticamente por algún billete, pero bien sabía que allí
no había nada más que el Walkman y uno o dos discos. Levantó la cara, roja de vergüenza,
y enfrentó a la mujer al otro lado del cristal.
—Disculpame, pero me olvidé la billetera.
La señora lo miró por unos momentos, entornando sus
ojos de sapo, y el chico inspiró hondo. Finalmente, con su voz chillona
acompañando una sonrisa deforme, replicó:
—No te hagás drama, pagás mañana.
Le devolvió la sonrisa y, con una birome que la
señora pasó por la misma abertura del cristal, llenó los formularios mientras
María, cruzada de brazos y con los músculos de las piernas aún tensados, se
recostaba contra el umbral del recinto. Más allá se oían los primeros vítores y
aullidos de una muchedumbre que se preparaba para jugar. El sonido era alegre,
pero moría antes de llegar a sus oídos. En su mente, fría a fuerza de su
desventura, había construido una pared tanto más firme y gruesa que sobre la
que se apoyaba. No obstante, había abierto una ventana para el chico que
garabateaba sus datos en el formulario —algo que ya podía lamentar. Creía
haberla cerrado tras de sí, pero evidentemente se había atascado. Intentó
contener un suspiro y se le infló el pecho. ¿Las dos semanas de vacaciones?
¿Por qué? ¿Qué negocios tenía en el pueblo? Y sus pensamientos, sin control
posible, se escurrieron hasta Carmelo, quien (oh poderoso líder) seguramente sabría algo. Y, con una última idea
(está implicado no eso) deslizándose
en penumbra, hueca y muda, cambió de la sexta a la primera posición. Gino firmó
el último de los papeles que la recepcionista le hubo entregado y se volteó
para ver cómo María se despegaba de la pared. Le dirigió una sonrisa tímida y
se encogió de hombros.
—Vamos —se limitó a decir ella, con la voz vacía de
emoción.
Sus recuerdos de la noche del domingo no le hacían
justicia a la increíble gracia con la que la chica ejecutaba cada movimiento.
Desde la sencillez de extender el brazo para señalar el juego pasando el umbral
hasta la delicada manera en que un paso continuaba el siguiente había algo que
la hacía parecer volar. Algo de ello se debía, en parte, a su manera personal
de sentir la presión de la nuca cuando alguien la observaba. La liberaba
levantando los talones del suelo con estricta sutileza. En cada gesto la
perfección brillaba con una cierta carga de represión: había algo contenido en
su gracia, algo que sólo se dejaba salir transmutado en sus movimientos de
baile. Paula no estaba allí para verlo, como nunca había estado realmente allí
para su amiga. El cambio de sus posturas, de sus pasos, de su silencios, todo
había pasado desapercibido para sus supuestas amistades. Es el carácter Halperín Donghi, se había dicho una vez mientras se
abrazaba a su almohada con los ojos inyectados en sangre y las lágrimas
secándose en el calor de su cara enrojecida. Hasta el final del otoño no habían
necesitado nada de ninguno de los hermanos, y hacia el principio de julio, ni
aunque los hubiese llamado a gritos habrían venido; claro que su orgullo jamás
le hubiera permitido gritar auxilio —pero no debería haber habido necesidad.
Gino suspiró detrás de ella y María escrutó la multitud
en las gradas, buscando una cara familiar. Un equipo con camisetas rojas hacía
su mejor esfuerzo por pasarse la pelota mientras el jugador estrella de los
azules corría de un lugar a otro. Era casi gracioso, se dijo, para no llamarlo
triste. Finoli era perfecto, desde su contextura física hasta sus habilidades
deportivas. Corría con la velocidad y certeza de un gato (y en cierto sentido lo es). El veintinueve de junio, cuando la
había recorrido con igual destreza en el baño de hombres de la secundaria, al
apartar la vista del espejo que le devolvía su patético reflejo, había visto
referencias suyas escritas a liquid paper en la puerta de un cubículo; a pesar
de lo sucia que se había sentido en
aquel momento, las pintadas de adolescentes hormonales le garantizaron que era hermosa, y eso le bastó. Ni siquiera le
importó cuando un chico de octavo año los interrumpió y se quedó viéndola más
de lo que su (gato) perro tenía
derecho a ver.
Vítores mezclados con insultos fraternales gritados
en un aullido animal la hicieron despertar del recuerdo. La imagen se detuvo en
seco y sólo pudo ver la expresión del chico de octavo —y algo se conectó. De
repente aquel mocoso se hizo un hombre,
un hombre en un sentido que se le hacía extraño. Las facciones se hicieron algo
más rubicundas y dio paso a Gino. El grito que al mocoso se le había
atragantado en la puerta del baño se liberó en una terraza. Con un escalofrío,
los últimos versos de Some Enchanted
Evening recapitularon sus recuerdos del domingo y no pudo evitar darse
media vuelta. Esperó unos instantes a hacer contacto visual con el chico que
había condenado su alma al infierno y, una vez sus ojos volvieron a recorrer su
cuerpo ceñido bajo la ropa deportiva y sugerido sobre la (hace frío) campera, acercó (sentí
el frío) sus labios a los de Gino. Lo hizo sin desviar la vista, sin perder
el contacto. Se detuvo sólo cuando, mientras consideraba involucrar la lengua,
una idea (lo estoy usando ciclos usando gato
como el ciclos a mi) se interpuso.
—Perdón —murmuró, apenas soportando la visión
perpleja del chico que tenía frente a sí.
Algo acababa de hacer clic. Huyó, sin sutilezas, sin perfección, con las piernas fláccidas
arrastrándose entre sí hacia un lugar aún no decidido. Los abucheos lo
volvieron a la realidad y de repente Gino se hizo consciente de donde estaba.
Miró en todas direcciones, hacia la muchedumbre que insultaba, de pie en las
gradas, y luego hacia la cancha. Parado casi en el mismo lugar en el que él y
los Gimnastas habían bailado dos noches atrás, Serafino lo observaba con una
expresión inquietantemente similar a las que sólo echaba Chomsky. Había un
destello homicida en la manera en que sus irises grises se clavaban en los
suyos.
***
No había muchos lugares adonde María pudiera huir.
Gino creía saber dónde encontrarla, pero había fallado el primer intento. Había
recorrido los tres pisos del edificio principal, omitiendo el gimnasio y los
vestuarios para llegar casi sin aliento a la terraza. La había encontrado
desierta y se había echado sobre la pared a recuperarse. ¿Qué (pretendía) quería esa chica? De un
momento a otro, un beso, en dos ocasiones, sin explicaciones, sin palabras, sin
nada de por medio sino la sorpresa. El pecho le ardía y no podía discernir si
era por correr respirando por la boca o por la locura que le despertaba María.
Avanzó a tientas y, tras quitarse la campera y dejarla caer al suelo, se apoyó
en la baranda. Desde allí podía verlo todo —excepto a ella. Veía el quincho,
con las mesas y los asadores desiertos; podía observar la jugada que el equipo
de Carmelo y Finoli ejecutaba con maestría; sin entornar demasiado los ojos
podía encontrar el contraste de la tez tostada de Paula y su cabellera rubia,
con Gerónimo y Chomsky a cada lado ejerciendo funciones de escolta, el primero
vivamente emocionado y el último tan inexpresivo e insondable como siempre. ¿Y
María? ¿Dónde se ocultaba esa muchacha que le perturbaba el sueño y los
pensamientos? ¿Hacia dónde se había deslizado en sus fascinantes movimientos?
Se mordió el labio y presionó los párpados, intentando recuperar el control de
sí mismo.
Casi se había acostumbrado a que la realidad
pareciera acomodarse para responder con una señal divina a sus pensamientos,
pero no pudo contener una sonrisa cuando oyó, superpuesto a los gritos perdidos
de la juventud que alentaba el juego, a Frank Sinatra celebrar algo sobre Nueva
York. Saltando de dos en dos, bajó las escaleras en la mitad del tiempo,
deteniéndose en seco en la puerta del gimnasio. La canción estaba a punto de
terminar y María se acomodaba para finalizar su coreografía improvisada. Gino
se la quedó viendo, oculto tras una cinta y dos aparatos que no pudo
identificar.
La muchacha subió los brazos y, con aquella gracia
sobrenatural, los bajó al tiempo que se ponía en una suerte de cuclillas
incómodas, con el torso siempre recto y seguro. El último acorde acabó y María
se desmoronó sobre el piso de madera donde se dirigían las clases de aeróbics,
jadeando y quitándose el pelo de la cara al tiempo que alejaba unas lágrimas
idiotas de sus ojos.
—Sos una grosa —dijo Gino, acercándose desde su
escondite.
—Gracias —respondió María, aún en el suelo. Una idea
le cruzó el entrecejo y se incorporó sobre sus codos. —¿Te coparía aprender
algo?
Gino, que se le había acercado y se había arrodillado
a su lado, la miró con la misma perplejidad con la que había acabado tras el
beso.
—¿Qué?
—Bailar —explicó con una sonrisa. —Vas a aprender.
Se incorporó y le extendió la mano para ayudarlo a
levantarse. Gino intentó balbucear, pero comprendió que María no pretendía
hablar sobre lo que había hecho justo antes de desaparecer. En sus ojos veía
que no lo había olvidado, ni mucho menos —y en su mano, que acabó tomando un
momento después, una respuesta tanto más amplia. Le siguió el juego.
—¿Puedo elegir la música?
Le hizo un gesto con la cabeza indicando el grabador
y en su sonrisa pudo entrever a la chica que se iluminaba con pasos de baile.
Mientras revolvía la riñonera en busca de un disco en particular, se dijo que
la tendría (peligrosamente) cerca
durante toda aquella clase. Sonriéndose, sin percatarse de que ella podía ver
cómo el reflejo de su cara se encendía con una felicidad inocente, sacó a
Sinatra y puso en su lugar a Edith Piaf. María rió y Gino le dirigió el gesto
que había copiado de Carmelo.
—¿No te va? —dijo, enarcando una ceja en un gesto burlón.
—Me va —replicó ensanchando su sonrisa, con sus ojos
de esmeralda chispeando a medida que se acercaba—, me va muchísimo.
***
La clase se dio entre risas y dolor, con María
exigiéndole cada vez más a su amigo a medida que la coreografía que inventaba sobre
la marcha se hacía más compleja, más demandante. Los pasos eran básicos, las
poses no requerían demasiado entrenamiento y el estilo o la gracia no eran
necesarios, pero Gino había tenido que arremangarse. Siguiendo el rastro de
gotas de sudor podía uno descubrir por dónde había hecho el esfuerzo de bailar
y en las marcas de su remera impresas en el suelo dónde había caído rendido,
sólo para ser levantado una vez más por su compañera de baile. Eventualmente,
llegó Rien de Rien y Gino sonrió,
pensando que no podía estar más lejos de la realidad. Algo estaba sucediendo,
inesperado y mágico.
Si acertaba un paso, a duras penas podía continuar
con el segundo, sus secuencias se cortaban antes de llegar a la mitad y le
había pegado a su instructora en dos ocasiones, pero la chica no dejaba de
sonreír. No estaba realmente aprendiendo, pues no pensaba en sus pasos ni mucho
menos en la música, sino en María. Su forma de moverse, de pararse, de girar,
de respirar incluso, todo lo volvía loco y lo llevaba a una nube que no conocía,
una que estaba tan cerca y tan lejos del punto
que ya no podía verlo. En ese lugar no cabían hongos ni criaturas deformes:
todo eso resbalaba y caía al vacío. Ella flotaba, bailaba en el aire —él
simplemente estaba tomado de sus pies, obnubilado y extasiado.
Y de un momento a otro, en aquel tiempo sin tiempo
que en retrospectiva no sería sino un montaje con sólo el disco de La Môme para
unificarlo, se terminó. La coreografía acabó de marcarse y pudo, tras cinco
pasadas, hacerla de principio a fin.
Gino se dejó caer al suelo y María, con un poco más
de delicadeza, se acostó a su lado.
—Para ser la primera vez que bailás, lo hiciste
bastante bien.
—No tenés porqué protegerme, sé que soy un desastre.
—Nah, he visto peores. Tendrías que haber visto a
Serafino intentar un deboulé.
La risa de María resonó amarga y su amigo se quedó en
silencio, sin saber qué responder. Se dijo, con rabia, que nunca sabía qué decir cuando se quedaba a solas con ella.
—La próxima vez que mencione a Finoli, te autorizo a
pegarme.
Gino rió y María le hizo eco.
—¿Qué pasó con Finoli?
—Muchas... demasiadas cosas —la chica suspiró, dando
a entender que el tema estaba cerrado y no pretendía abrirlo. —Vos sos tan
diferente —se volteó y ambos se unieron en un contacto visual que a Gino le
hizo sentir el corazón latir desbocado—, nunca conocí a alguien como vos.
—¿Qué puedo tener yo de particular?
—Todavía no sé. Nadie nunca me había cantado antes.
—Nadie nunca me había enseñado a bailar.
Rieron al mismo tiempo y algo empezó a fluir en el
aire, danzando con la música del disco que aún no terminaba.
—¿Te puedo preguntar algo? —empezó Gino.
—No —sentenció ella. —Ya no vamos a hablar.
El grabador empezó a susurrar La Vie en Rose al tiempo que María se incorporaba. Con un gesto de
su muñeca, el volumen rugió y Gino, poniéndose de pie, le extendió una mano.
Restauraron la posición inicial, disponiéndose a
ejecutar una especie de vals enojado que era, en cuestión, el tango de las
películas musicales; la muchacha dirigió. Unos momentos después, con la voz de
Edith Piaf ya entrada, Gino la tomó de la espalda, dejándola arquearse y
extenderse hasta rozar el suelo. Un pensamiento atravesado, sofocado por la
emoción cruda que le temblaba en la mano que sostenía la espalda de María,
murmuró que ella era Ginger Rogers y él Fred Astaire con retraso mental. La
muchacha llevó sus brazos hasta el límite y volvió a incorporarse en un solo
movimiento. En un paso en falso, más o menos (inconsciente) accidental, acabó con su rostro a una respiración del
de Gino y, con una sola mirada de por medio, su mundo adquirió un tono sepia.
Iris reflejó iris y, lentamente, descuidando el compás y los tiempos, se
detuvieron un momento a observarse, a respirarse. Ella aún olía a rosas y el
perfume de él aún no se había diluido en la transpiración, ya seca por el
descanso. Labio inferior y superior se despegaron y, sin dejar de verse a los
ojos en un intento desesperado de encontrarse a ellos mismos en el otro, se
besaron. María bajó la guardia y sintió la lengua de Gino. Y los latidos se
aceleraron. Y la realidad se hizo a blanco y negro.
—Tómame en tus brazos y ámame —pidió la joven, casi
sin darse cuenta de que cantaba.
—En mis ojos piérdete —le suplicó él, en sus tonos
seguros y naturales—, pues veo la vida rosa.
Reanudaron la coreografía, que de repente se hacía
tan natural como caminar, y Gino prosiguió al tiempo que sus pasos los
impulsaban más allá del gimnasio:
—En tus besos veo el cielo, y aunque mis ojos cierro...
—...Ya veo la vida rosa —completaron juntos.
—Cuando te oigo respirar —suspiró María,
presionándose contra el pecho de su compañero de baile—, es que estoy lejos ya...
—...En un mundo lleno de vos —afirmaron al unísono.
—Y cuando hablás —aseguró una Ginger Rogers de
dieciséis— yo oigo ángeles cantar.
—Palabras sin valor son ahora —la alejó en un gesto
tan cuidado que, de haber estado plenamente consciente de sus acciones, se
habría extrañado— versos de amor.
La hizo girar y por unos instantes el contacto visual
se quebró mientras la sala de aeróbics se volvía un set de filmación que los rodeaba, atacándolos con cámaras que
los hacían estrellas de las películas musicales de los treinta. Finalmente el
giro acabó y, otra vez juntos, aquel dueto irreal prosiguió:
—Entrega tu alma a mí y verás, por siempre así, la
vida ro...
El verso se interrumpió a la mitad en un segundo beso
que no acabó de hacerlos volver a la realidad. El gesto no hizo sino darle más consistencia
a esa dimensión que, tras los lentes de su imaginación, sus mentes habían
creado para ellos.
Gino se desprendió de María e inició una secuencia
fársica en la que proseguía su historia:
—Creía que la pasión era sólo ilusión, que no se
vivían canciones de amor.
La joven se le acercó y provocativamente le susurró
al oído:
—Estos besos te hicieron despertar, y ver que el amor
era algo real.
Se miraron por unos instantes y una energía que
ninguno de los dos había sentido nunca acabó de apoderarse de ellos. Gino se
volteó con violencia y la tomó de la espalda, volviendo a la posición en la que
aquella fantasía en vida había empezado.
—Tómame en tus brazos y ámame —comenzó el encore.
—En mis ojos piérdete —prosiguió María, soltándose y
dando una nueva voltereta.
—En esta vida rosa —celebraron, repitiendo la
coreografía una vez más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario