En la penumbra tímida de la tarde,
Valentina acarició la tapa forrada color limón del volumen cuarto de Los
Miserables. Su mano se deslizaba sin suavidad —se movía con desesperación a
medio controlar. Los dedos querían abrirse y cerrarse con violencia y, si la
chica conociese las pelotas anti-estrés, seguramente hubiese querido una; por
lo pronto, aquel libro le devolvía la paz que había ido perdiendo a lo largo
del día. Como una pausa entre las miserias —o al menos una negación de todo lo
malo y su consecuente reflexión filosófica, que hacía a la esencia de la trama
en la colección de cinco tomos favorita de la Tía Emma—, relataba una casta
historia de amor. En los jardines del Luxemburgo, un estudiante caído en la
pobreza se enamoraba de una muchachita recién (escapada) salida de un convento. Se echaban miradas entre ellos, a
bancos de distancia, y los corazones se paralizaban cuando se acercaban
demasiado. Incluso se peleaban y amargaban por un vistazo incomprendido. Era
curiosamente divertido. Y luego todo se iba al
cuerno, cuando al volumen siguiente estallaba la Revolución de Junio. Pero
esa era otra historia. La cuarta parte, El
Idilio en Calle Plumet y la Epopeya de la Calle San Dennis, era la favorita
de Valentina —y sospechaba que de Gino también. Gino, la palabra reverberó en su cabeza mientras hundía la nariz en
el libro; olía a añejo y a historias trascendentales, aunque no fuese más que
una tonta relación de miradas. Con un dejo de amargura, se recordó que ni eso había
tenido hasta hacía poco. Su vida había un contínuum de normalidad y aburrimiento
hasta la pasantía con Animal World. Y, muy a su pesar, no había sabido
soportarlo.
Se
sirvió el vaso de agua por el que se había excusado hacía quince minutos y se
quedó viendo el ventanal de la cocina. El chico rubio que la había ayudado esa
mañana, un tal Roger, la había relevado sin cuestionarla. Valentina se preguntó
si había aceptado sin rechistar por ser un caballero o porque no había sabido entender
qué le sucedía. Con un suspiro, se respondió que ni ella misma podía explicarse
qué le sucedía. Eran casi las cinco de la tarde.
A
primera hora de la mañana, el señor Gershwin había decidido que necesitaba
filmar la cosecha y su padre le había explicado que eso era imposible porque (sencillamente) no era el momento en que
tal cosa pudiese hacerse. Tras una acalorada discusión en la que su hija había
sido la mediadora y traductora, se acordó un paneo sobre los campos. Ella misma
lo había propuesto. Valentina no había medido sus palabras hasta descubrir la
idiotez que había hecho.
Había
vivido rodeada de cereales toda su vida, pero era la primera vez que se sentía aterrada ante la idea de entrar en una
plantación —el sólo pensar en acercarse a los trigales hacía que un sudor frío
le recorriese la espalda y se le congelase el alma. Habían estado a punto de
echar a perder gran parte de la cosecha debido a la torpeza de los camarógrafos
hasta finalmente ser echados por una rabieta de la Tía Emma. Consiguieron lo
que querían, se dijo Valentina para sus adentros, conteniendo la respiración.
Pero no, y lo sabía. Había algo más y
ella lo había intuido desde un principio. Y se replicó a sí misma, con una risa
nerviosa, que era justamente por eso que se había asegurado que lo habían
conseguido. Porque no quería que fuesen más
allá.
El
equipo de Animal World pretendía filmar por donde habían incursionado junto a
Gino la mañana anterior, más allá del cobertizo de los tractores, y eso era
algo que no podría soportar. Era terreno de nadie, se los había dicho casi a
gritos en un inglés inconsistente y tembloroso, pero no habían hecho caso —y
Roger ni siquiera la había mirado a los ojos. Gershwin hizo caso omiso a sus
advertencias y decidió pasar por encima de la propietaria. Después de todo, no
le pertenecían esas tierras a la amarga señora que tan mal los había tratado a
él y a su equipo. Con un hilo de voz, había pedido un descanso que su jefe le
había concedido a regañadientes. Cuando las cámaras comenzaron a desfilar tras
el cobertizo, el muchacho rubio se le acercó y le secó las lágrimas con un
pañuelo. Era blanco y tenía bordadas unas iniciales en indescifrable caligrafía
gótica. En ningún momento le preguntó nada, simplemente le sonrió y le acarició
la mejilla, atrapando en su mano enguantada una gota que se cruzaba entre sus
dedos. Y luego se marchó, avanzando con torpeza, llevando la cámara por sí
mismo. Valentina lo observó hasta que desapareció tras las chapas y sólo
minutos después, en la seguridad de la casa de la señora que la había
culturizado más de lo que su madre, la escuela o la radio habían conseguido
juntas, se percató de que no le había advertido a Roger de que algo horrible lo esperaba al otro lado
del cobertizo, más allá del camino que le habían encargado documentar en video.
Y no le importaba en lo más mínimo.
***
Gino
regresó a El Aragón a eso de las cinco, pasando el cartel que anunciaba el
impropio nombre María Lisa, y no
pudo evitar llevar la mirada hasta el corral de los terneros. El que había
perdido la vida a manos de (no cabe duda)
el hongo plateado ya había sido retirado. Se preguntó cuánto habría sufrido el
animal y se cuestionó si había sido realmente necesaria una muerte para que se
diese cuenta de la efectiva gravedad del asunto.
Dejó la bicicleta sobre la reja de la casa de su tía y echó una última mirada a
los terneros. Ya no podía quedarse de brazos cruzados, pero seguía sin saber
qué hacer al respecto. Se reprochó que debía haber vuelto a casa, que tendría allí
(internet) más y mejores medios para
resolver el enigma plateado; aún así, algo en su interior, algo que, más que subconsciente,
se afirmaba supraconsciente, le decía que no podía abandonar la granja —y mucho
menos alejarse de Franco Víctor. Esa vocecita en su cabeza le decía que las
respuestas estaban cerca, y la razón, con unos tonos más graves, le aseguraba
que las soluciones sólo estaban al otro lado de un monitor. En medio de la
rabieta en su cabeza se dio cuenta de que no le había mencionado nada al
respecto a su amigo. La palabra amigo
le resonó en la cabeza; hasta el fin de semana anterior aquel había sido un
vocablo vacío y extraño que nada tenía que ver con su vida. Y entonces todo se
había ido inexorable al cuerno, donde
convivía con un champiñón superdesarrollado, un mal de amores, una tía que
oscilaba entre Tía Emma y sencillamente Emma, un chico con carácter que se
había afirmado como amigo,
otorgándole sentido a la palabra, y, claro,
un pueblito que había ignorado por dieciséis años.
Apartó
el mosquitero y abrió la puerta que lo llevaba al vestíbulo de la casa que
sería su hogar por lo que restaba de las vacaciones. En el preciso instante en
que hubo cerrado la puerta de madera descascarada, Valentina emergió de la
cocina, con el volumen de Los Miserables en sus manos. Cruzaron la mirada por un
instante y ambos la desviaron. Gino la clavó en la mesa, preguntándose si su (ella no es amiga es más) hermana del
alma conocía de la existencia de Franco Víctor; la chica la llevó al aparador,
donde admiró el reflejo de sus labios en la vajilla de plata —el beso de la
noche anterior no le representaba nada, había sido una simple explicación,
pero...
—¿Volvés
a leer la parte de Waterloo? —le preguntó Gino, forzando una sonrisa y cortando
la ilación de pensamientos de Valentina.
—No
—respondió en un susurro. —Eso está en el volumen dos, y este es el cuatro
—explicó, señalando el libro color limón, chillón y caprichoso. Gino no pudo
evitar pensar que eran todos exactamente iguales, pero omitió el comentario.
–En fin, tengo que volver a ver cómo están yendo las cosas en la filmación...
y... y eso.
Dejó
el libro sobre la mesa y se escurrió hasta la puerta, donde Gino la detuvo con
una pregunta, intentando romper el hielo que se había formado entre los dos:
—¿Qué
van a filmar hoy?
Valentina
se mordió el labio inferior, pensando que quizá sería mejor no responder, pero,
se dijo al instante, tal vez no fuese lo más sano. Se dio la vuelta, apartando
la mano del pomo de la puerta, quizá para encontrar consejo, quizá porque Gino
era la única persona que podría haber entendido las lágrimas que su compañero
de trabajo había secado de su rostro enrojecido por el miedo, o, sencillamente,
porque no tenía sentido esconder la verdad.
—El
camino.
A
su amigo se le heló la sangre y abrió los ojos como platos.
—El
beso —empezó Valentina, sin atreverse a verlo a los ojos y, en cambio, clavando
los suyos en el linóleo mugriento—, el beso no es lo único que pasó en ese
camino. Lo vimos. Yo sé que vimos algo,
algo que vos volviste a ver ayer. Algo que hizo que nos distanciáramos, que...
que perdiésemos todo contacto y que, peor todavía, nos olvidásemos el uno del
otro por... ¿por cuánto? —lo miró a los ojos. —Creo que dejé de ser consciente
de que te evitaba hace dos años. No sé qué es lo que hay más allá de ese
cobertizo, pero estoy segura de que es terrible. Lo suficientemente terrible como para asustar a los dos
nenes más intrépidos que el mundo haya conocido nunca.
Gino
dejó escapar una risita nerviosa, quebrando el contacto visual.
—Pero
ya no somos más nenes —repuso él, con
una expresión terriblemente seria. —Y esto se fue a mayores.
Valentina
se cruzó de brazos y enarcó una ceja, refugiándose en la cazadora.
—¿De
qué estás hablando?
—Hay
algo de lo que tenemos que hablar. Algo con lo que capaz que me podés ayudar.
***
La
gaseosa que la Tía Emma guardaba en la heladera no se abría excepto en
ocasiones especiales —se trataba de una suerte de champaña para su sobrino
menor de edad. Por lo general, las ocasiones en las que las había abierto eran
alegres, como cuando el chico le llevaba las libretas que proclamaban que
Ginito había sacado un excelente o que había logrado aprobar todas sus materias
en término, sin tener que pasarse el verano estudiando, o cuando su sobrino había
logrado soportar el martirio de preparar dulce de leche por sí solo.
Cuando
Gino tomó la botella de gaseosa de la heladera y sirvió su contenido en los
vasos de cristal favoritos de los dos amigos, ambos sintieron un intenso dejà
vu y lo alejaron agitando la cabeza. Y entonces, cada cual con su bebida
bajándole por la garganta, recuperando la compostura y los ánimos, el muchacho
comenzó a relatarle los sucesos del pasado fin de semana.
***
En
ningún momento se había planteado contarle toda
la verdad. No quería involucrarla más de lo necesario y además tampoco creía
que la chica pudiese manejar tanta información si ni siquiera dos personas
juntas habían sido capaces de hacerlo. Le habló de Carmelo y del piquete —omitiendo
la sensación (maldita actitud de macho no
tiene porque saberlo no no) que les habían producido las llamas—, le habló
del vendaval y simplemente dijo que desde la estación donde se habían refugiado
habían llamado primero a la Tía Emma y luego al padre de Carmelo. Y entonces
habló de Franco Víctor y Valentina simplemente asintió con la cabeza. No
parecía sorprendida, pero, se dijo
Gino, tampoco actuó como si lo hubiese sabido desde siempre.
—No
es de extrañarse que haya un pueblito cerca de acá —apuntilló la muchacha. —Por
esta zona hay muchos de esos pueblitos a un costado de la ruta.
—¿Habías
oído a hablar de Franco Víctor antes? —Gino estaba decididamente irritado y no
tenía la sutileza de ocultarlo en su tono. ¿Cómo era que aquella noticia no le
afectaba en lo más mínimo? ¿No se sentía ni en el más mínimo grado ultrajada?
¿No le tocaba ni un nervio que le hubiesen ocultado una verdad que dormía la
siesta a cinco kilómetros de distancia?
—No
—repuso Valentina. Se pasó la mano por los labios y se frotó la nariz,
contrariada. No había conocido de la existencia del pueblito, pero no le
llamaba la atención. Había muchas otras cosas tanto más importantes, tanto más
pujantes en su cabeza. Era por demás idiota asumir que el único enclave de
civilización cercano era Tristecia. ¿Qué esperanzas le quedaban a la humanidad
si así fuera? —Yo voy a una escuela de campo en otro pueblo, un poco más cerca
de acá que Franco Víctor. Son ocho cuadras en total, pero la escuela es lo mejor
que hay en los alrededores —su amigo la miraba con una expresión que rayaba en
la furia. Ya la había visto antes, en su padre. Pasaba la vista de un lugar a
otro sin mirar nada, como si sus ojos se estuviesen paseando alrededor de una
mesa con las manos a la espalda, pensando, pensando y maquinando una respuesta
que se le escapaba. —Te repito que no me sorprende. Es lo más normal del mundo.
Para serte sincera, no se me ocurre porqué no te lo habrán contado, pero tampoco
me imagino una buena razón para hacerlo. Tus viejos no son exactamente lo
más... amoldable. No es que sea algo malo, pero nunca visitan nada más que
Tristecia cuando vienen por acá. Capaz que simplemente nunca se hayan
encontrado con Franco Víctor.
—Pero
—Gino tomó el libro que se había colocado entre ellos en la mesita de café,
como un mediador entre los dos vasos de coca— estos libros los imprimieron ahí.
Valentina
entornó los ojos, haciendo físico el esfuerzo por entender al chico que tenía
delante, y se inclinó hacia delante para tomar otro sorbo de la gaseosa.
—¿Y
eso qué tiene que ver con nada?
—Esta
es la biblia personal de mi tía. ¿No te parece que uno lo mencionaría siendo
algo tan importante?
—Mi
vieja tiene libros impresos en Madrid y nunca habla de Madrid, Gino —replicó Vale
con sequedad, perdiendo el tacto y preguntándose si estaba hablando con un
retrasado o con un paranoico crónico. El chico dejó escapar un suspiro de
exasperación y la miró con ojos rabiosos, inyectados en sangre. —Hay cosas más
importantes en las que pensar ahora, como en eso que vimos.
Gino
tragó saliva y se acomodó en su asiento, terminándose la gaseosa de un trago.
—De
eso no tengo idea —se atajó.
—Vos
lo viste —le espetó Valentina, en el tono en que una madre reprende a su hijo.
—Vos lo viste ayer a la mañana. ¿Cómo era? —su amigo guardó silencio— ¿Qué era?
—Hay
una mancha de humedad en el techo de mi pieza que es muy parecida a... a eso. Lo que vi fue una cara, como
quemada o con una mancha de nacimiento bastante importante.
La
chica se acomodó en su asiento, tomando el vaso entre sus dedos inquietos como
si fuese una taza de café. Intercambiaron silencio hasta que su amigo
finalmente prosiguió:
—Si
era humano eso que vi, lo era apenas. Tenía los ojos tan saltones que parecía
que se le iban a caer. ¿Te suena de algo?
—Lo
único que me acuerdo de esa vez fue el beso —confesó Valentina, sin apartar los
ojos del vaso, ya vacío. —Para serte honesta, no me acuerdo ni porqué fue. Me
habrás dicho algo muy lindo —rió, sin nerviosismo sino con nostalgia, y alzó la
vista a Gino. —Y entonces pasó algo bastante feo.
—Considerablemente feo —acordó su amigo.
—¿Y ahora? ¿Les vas a decir algo a los del documental?
—¿Qué
les voy a decir? ¿Que hay una cosa monstruosa con la cara quemada que va por
ahí aterrorizando chicos, cuídense y usen Off?
Gino
no encontró respuestas al comentario de su amiga y, en cambio, bajó la vista. El
volumen lima sobre la mesa no tenía ninguna marca distintiva, podría haber sido
cualquiera, pero no. Era el cuarto, el idilio. Un segmento de amor puro y casto
entre desventuras y miseria, los jardines del Luxemburgo entre los arrabales y
las callejuelas. Los protagonistas de ese libro eran dos adolescentes que no se
conocían más que de vista. Levantando la mirada a Valentina, que observaba con
cierto nerviosismo la pastura a través de una ventana, se preguntó cuán lejos
estaban de eso. Se preguntó también cuánto más siniestra habría sido la
conversación sin la botella de gaseosa de por medio y si la Tía Emma se
enfadaría cuando la viese abierta al volver del tambo. La chica dejó el vaso
sobre la mesita de café y se sonó la nariz, dejando al descubierto las
iniciales bordadas. Gino vio los caracteres y entornó los ojos. Los conocía de
algún lugar, estaba seguro. El recuerdo era borroso, pero definitivo.
Intentando extender una mano mental, se esforzó por descubrir de dónde lo
conocía.
—¿Parecía
una mujer? —preguntó Valentina, quebrando su búsqueda mental.
—Creo
que sí.
—“Mujer
rima con mal ser” —condenó la chica, levantándose del sofá.
Vale
salió al frío, dejando a Gino sumido en aún más profundas cavilaciones, con la
mirada perdida en el vaso de la gaseosa y, más allá del cristal translúcido, la
botella de plástico. En algún oscuro rincón de su mente, lejos de esa mano que
le alcanzaba los pensamientos para que los viese y los hiciese conscientes,
había recuerdos de ocasiones en que había tenido esos dos objetos frente a sí más
bien sombrías, como cuando su tía había abierto una coca para que el chico,
embriagado por lo feliz que usualmente se sentía cuando era tiempo de beber
gaseosa, olvidase que una señora con la mitad de la cara marcada por una mancha
de nacimiento se le había acercado a gritos, agitando las manos y su boca en
peligrosos desvaríos. Le había servido otro vaso a su ahijada, una jovencita
que aún tenía el cabello castaño claro, y le había enjugado las lágrimas que le
caían como cascadas de sus grandes ojos grises. Y el asunto había quedado
encajonado, la Tía Emma creyó, para siempre.