La puerta que separaba la cocina del pasillo se cerró con
estrépito y un chirrido que se pareció más a un gemido de dolor que al quejido
de los goznes reclamando aceite. Qué quería de ella aquel jovencito entrometido,
no lo sabía. Le había dejado pasar la rabieta de la noche anterior, le había
dejado pasar desaparecer a un lugar que por una muy buena razón nunca le había
sido siquiera nombrado, ¡incluso le había permitido quedarse por el tiempo que
quisiera, que bien podía hacerlo siendo vacaciones le había respondido! Y así
se lo pagaba: con un portazo y un insulto farfullado a gritos.
Buscó en el segundo cajón de una alacena y sacó, tras
revolver la mugre y porquerías de años, un paquete de cigarrillos para
emergencias. Sólo Dios sabía cuánto tiempo llevaba esperándola. A ella, a sus
labios y a la desesperación. No recordaba un ataque de nervios como aquel, como
aquella descompostura que hacía retorcijones de su estado de ánimo y sus
intestinos por igual. ¿Hacía cuánto que la sobrellevaba? ¿Cuánto hacía que
oscilaba entre un intento de mujer y una Señora con todas las letras y
mayúsculas? Ya no lo recordaba. Se encendió su tubito de cáncer con el
encendedor que usaba para la hornalla y aspiró calma hecha humo, dejándola
salir como cuentagotas —como ella misma. Lentamente se había dejado estar. Ni
siquiera tenía el pelo correctamente armado en los rulos que antes ascendían
verticalmente por su cabeza. ¿Cuándo había sido la última vez que había usado
una buclera? ¿O, ya puestos, un rulero? Dio una segunda pitada, esta vez a
consciencia, y dejó caer la ceniza en la pileta. Apoyó los codos y dejó escapar
una mirada por el ventiluz que daba al corral a un lado del molino. Pérez aún
no había recogido al ternero. ¿Cómo iba a explicar su repentina muerte? A aquel
hombre no podía engañarlo, era el que les daba de comer y controlaba
diariamente. No obstante, si no le había dicho nada durante el domingo, quería
decir que él tampoco había visto al pobre animal sucumbir al frío abrazo de la
muerte. Un pensamiento se deslizó entre las sombras y la obligó a dar una
tercera pitada con los ojos llorosos. ¿No sería tanto más cálido y cómodo un
descanso eterno? Soltó una risotada. No sería capaz. Matarse requería
desesperación y cierta valentía en la cobardía. De la primera tenía más de la
que podía manejar, de la segunda no tanto. Ni de lejos. Era una sucia cobarde, sí,
pero todo resguardo de valentía se había evaporado de su triste ser. Ya era
suficientemente sorprendente que siguiera en pie. Claro que por entonces se
apoyaba sobre la pileta, dando pitadas y dejando caer cenizas dentro en un acto
compulsivo. Si no fuera por el cigarrillo estaría arrancándose los mechones
descuidados que caían en su frente, empapados en sudor. La caminata la había
agotado como nunca antes. Se preguntó si no estaría demasiado vieja y luego se
miró las rodillas, raspadas bajo el pantalón. Dejó escapar una risita que,
según se convenció, no era nerviosa. Se dijo que, de no ser por sus escapadas a
media mañana, ya se habría resignado de vivir. Comprobó que el fajo de billetes
seguía en su bolsillo y contó la cantidad a través de la tela. Otra sonrisa,
tan amplia que el cigarrillo se le cayó de los labios a la pileta, quedando atrapado
en un mar sucio de agua y cenizas, arrugándose y arruinándose como ella misma.
Lo tomó entre sus dedos, pero no se atrevió a tirarlo al cesto de la basura.
No. Había algo de trágico y hermoso en aquel tubito destruido de repente,
apagado por sorpresa, algo que debía enseñarle una lección —algo que
simplemente no podía ignorar. Se lo guardó en el otro bolsillo y cerró el
ventiluz. Hacía demasiado frío y realidad como para mantenerlo abierto. Se dio
la vuelta e inspeccionó la mesa. El desayuno seguía allí: tostadas con manteca
y café; chocolatada para su sobrino. En aquella mesa, apenas dos noches antes,
habían dado un concierto en vivo desde la cocina con una orquesta a cargo de su
imaginación y felicitados por todo trasto, bicho y animal doméstico presente.
Sonrió al tiempo que dejaba la colilla junto a su taza. Suspiró —suspiró a
consciencia— y se sentó. No tenía sentido desperdiciar una perfecta comida. Untó
el pan y se bebió la leche chocolatada de Gino antes de levantarse a buscar la
azucarera, terriblemente apartada de su lugar en la mesa, peligrosamente en el
borde —y curiosamente elevada. Sólo cuando la tuvo frente a sí entendió el
porqué de su peculiar altura. El pequeño bol de porcelana reposaba sobre un
libro encuadernado en un color limón que se confundía con el de la mesa. Apartó
la azucarera y recogió el tomo. No lo abrió, simplemente observó la tapa.
—“Hay un punto en que los infortunados y los infames se
mezclan y se confunden en una sola palabra, palabra fatal —Emma se llevó el
libro al pecho, con una lágrima y una idea recorriéndole su expresión fatal—: los miserables”.
Dejó el tomo donde lo había encontrado y volvió a la mesa, aturdida.
Se bebió el café entero antes de darse cuenta de que había olvidado el azúcar.
Y con ese pensamiento se deslizó otro, uno que cobró una fuerza impresionante
en un instante.
—¿Dijo un insulto cuando se fue?
Dirigió una mirada entre rabiosa y (atónita) sorprendida a la puerta que se había cerrado hacía no más
de diez minutos. Y, casi olvidando (encajonando)
una idea que rezaba “el Horario de Protección al Menor no finalizó”, tomó el
inalámbrico del vestíbulo y llamó a un padre que debía saber que su hijo pasaría
las vacaciones de verano lejos de casa.
***
Gino Teri se hundió entre sábanas, rabia y pena de sí mismo.
No tenía derecho de haber llamado a su tía tan groseramente, ni aunque en esa palabra se hubiese convertido. Se
cubrió la cabeza, negándole al sol el gusto de escupirle en la cara, y se
repitió que aquella señora no podía ser la misma Mujer a la que había visitado
el fin de semana anterior —algo le habrá
ocurrido en este, se dijo, incapaz de conciliar el sueño. Deseó poder
olvidarse, poder enajenarse de todo el mar de porquerías, de inconexidades, de
irrealidades que lo rodeaban, llegar a huir del caos y de las cosas que no
dejaban de ser siéndolo al mismo tiempo. ¿Cómo había llegado el ternero a tener
entre sus dientes uno de esos hongos plateados? ¿Hacia dónde huía a media
mañana aquella señora que decía ser su Tía Emma? ¿Qué era esa figura a medio
quemar, si un beso infantil era el culpable del distanciamiento con (elpunto) Valentina? ¿Y, ya puestos, qué
era ese dichoso punto? ¿Qué pretendía
de Valentina? ¿Hasta dónde pretendía borronear la línea de la amistad? ¿Qué
quería con María? ¿Quería lo mismo que con su amiga? ¿Quería aquello por lo
cual esa hermosa y (aunque no lo sepa)
delicada bailarina se martirizaba? ¿No podía simplemente huir a su ciudad,
abandonar todos los interrogantes, dejar atrás una vida que fluía sobre el
hielo más frágil que había pisado nunca?
No, profirió una
voz desde lo profundo de su alma, obligándolo a aferrarse más fuerte de la
sábanos. Tenía algo muy concreto y a la vez ambiguo qué averiguar y no podía
irse dejando semejante cabo suelto. Se preguntó cómo había podido dormir el
sábado por la noche y si su amigo, a cinco kilómetros de distancia, en un
pueblo que había permanecido en la sombra por dieciséis años, había pegado ojo
en toda el fin de semana. Y aquello lo llevó a sus cosas. Aunque quisiera irse, la bicicleta y —más importante
aún— el Walkman y los discos seguían atrapados en Franco Víctor. Miró el reloj.
Siete y cuarto. Nadie en su sano juicio estaría despierto a esas horas en
vacaciones. Si le enviaba un mensaje debía esperar un poco. Se dijo que ya era
suficiente con el que le había escrito casi a las seis.
Se dio la vuelta e intentó —infructuosamente— dormir.
***
Su hermano no estaba en casa, le aseguró la mejoramiga de su cuñada, quien,
animosamente, le sugirió también que el chico podía quedarse cuanto quisiera.
Emma reprimió un “¿Y vos quién te pensás que sos para decidir si el chico puede o no pasarse dos semanas
en un lugar que ni siquiera conocés, peligrosamente cerca de otro del que menos
idea podés llegar a tener?” y sintió aquella omisión como una repentina
revelación. Prosiguió una trivial conversación reflexionando que quizás las
claves de una vida que se desdibujaba como pasada estaban frente a sí. Cortó la
comunicación en un estado hipnoide, sin ser completamente consciente de sus
movimientos. La caminata que había dado por la casa mientras Marta le daba una
cháchara tan superficial como idiota la había llevado a la puerta de su vivero privado,
aquel al que sólo ella tenía permitido el paso. Los paneles de cristal le
devolvieron un reflejo que no era el suyo;
la mujer que la miraba directo a los ojos no era la Tía Emma; no era una señora
con mayúscula sino una pobre fracasada que había sucumbido a un vicio superado
y ni siquiera tenía las agallas para cometer un acto estúpido (como ella) y egoísta. Y entonces hubo
otro momento clave, una segunda revelación que se cruzó entre su línea de
pensamiento, rompiéndola y rearmándola: que le daba asco —que lo que estaba viendo no era triste sino lamentable. Ella
no era una miserable, ella leía sobre miserables con ese aire moralista y
reformista que le conferían las palabras de Víctor Hugo, ya fuera en su voz
estruendosa o en su mente caótica. Emma era una piltrafa, una muerta en vida,
pero la Tía era una sucia reformista como Víctor. Era una Mujer con todas las
letras, y si bien estaba lo más lejos de ella de lo que se había sentido en toda
su vida, una especie de fuego —alguna retorcida clase de pasión o lucha por la
supervivencia— comenzaba a arder en su interior. Una emoción innominada la hizo
apretar redial en el inalámbrico. Marta atendió con esa vocecita (de pelotuda) jocosa e irritante suya y
la Tía Emma violó con desmedida violencia el Horario de Protección al Menor.
Cortó antes de obtener réplica, si es que alguna hubiese sido posible. Lo hizo
con una sonrisa, una mueca que se le hizo tan extraña que tuvo que comprobar
que fuese real. Se tocó los labios y
la expresión se ensanchó. Estaba riendo.
Se volteó y volvió a la cocina con un andar que le provocó
una suerte de nostalgia. No era ella
misma, al menos no aún, pero estaba cerca,
tan cerca que casi podía saborear el sarcasmo ponzoñoso que, una vida atrás,
cubría sus sabias palabras. Era una sensación gloriosa. Cerró los ojos y
extendió los brazos, dejándose embriagar por ella. Era renacer, ni más ni
menos. Y con una miserable llamada
telefónica. No, miserable no. No
podía poner en palabras el torrente de insultos que la mejoramiga de su cuñada había escuchado al otro lado del auricular,
pero definitivamente no era miserable.
Se dijo que debería haberlo hecho hacía tiempo, pero, repuso, nunca se le había
ocurrido. Y entonces otro pensamiento, uno que pretendía cruzarse como una
sombra, pero que acabó por trastabillar y tropezarse, quedó en evidencia. Y entonces
pudo verlo mejor. Era una pregunta, una desestabilizadora pregunta que en su
momento había desviado con la poca sagacidad que aún conservaba. Esa mañana
sabía que la misma respuesta valía incluso más. Un día atrás, su sobrino le
había preguntado si le gustaba su vida y había replicado con una canción —nada
más poético ni reformista; nada más ella misma.
— “Los días pueden ser soleados, sin siquiera un suspirar. /
No necesito lo que el dinero me pueda comprar”
Sintió sus ojos humedecerse con algo similar al orgullo, y
prosiguió su reprise del número musical que había celebrado, allí mismo, dos
noches antes:
— “Los pájaros en los árboles cantan lo que dura el día/
¿Por qué no acompañarlos en su melo...?”
Y entonces se quebró; unas lágrimas cuya causa no pudo asegurar
comenzaron a cerrarle la garganta y resbalarle por el rostro. Las alejó con
rabia al tiempo que la puerta que separaba la cocina del pasillo se abría. Un
muchachito que en su cabeza tenía apenas diez años la miró con ojitos que buscaban
perdón. Y su Tía Emma se lo concedió, extendiéndole la mano.
—“Tengo ritmo, tengo canto”
Él le extendió su voz, tanto menos estridente que la de la
Mujer, pero igualmente potente.
—“A un chico de encanto. / ¿Se necesita algo más?”
—“Tengo mi trigo sano en mi cultivo, y también a mi chico”
—“¿Se necesita nada más?”
—“De los problemas, no me comentés acerca. / No los
encontrás de este lado de la cerca”
El conductor dio un último golpe de orquesta, anunciando el
final de su canción, y los dos se abrazaron.
***
Valentina Pérez tenía dieciséis años, una edad en la
que algunos saben —o creen saber— perfectamente qué es lo que quieren hacer de
sus vidas. En aquel preciso instante, si su mente no hubiese estado tan
abstraída en su tarea, hubiese asegurado que todo lo que ella era y pretendía
ser pasaría por una lente; pero, claro, no estaba como para replicar
nimiedades, ni aunque fuese la frase más acertada que daría en su corta vida. Vale, para sus compañeros de la Escuela
Pública Provincial n° 130.288, no poseía ni las aspiraciones ni el carisma necesarios
para estar al otro lado de la cámara: sencillamente sentía el impulso de
ocultarse detrás y deslizar sus dedos entre botones y palancas, convirtiéndose
ella (toda) misma en una extensión de
la cámara, fuese fotográfica o de video. En el momento en que, entre
negociaciones con Animal World, le había sido ofrecida la pasantía, sus ojos se
habían abierto como platos y su boca se había desfigurado en una expresión de
júbilo y absoluta felicidad. La gente simple se contenta con cosas simples.
Pero —y eso lo sabía todo aquel que la conociese de verdad— Valentina no era
una chica simple. Agradeció como si aquel fuese un favor que le era devuelto
más que una oportunidad ofrecida de la nada, y colgó el auricular; acto
seguido, procedería a traducirle a una agria Tía Emma las condiciones que el
señor Gershwin le extendía. Una rabieta después, esperaba con impaciencia la
llegada de un equipo completo, listo para documentar.
Pasado el mediodía y una generosa comida de su madre, la
muchacha de ojos grises y cabello ondulado salió al pastizal que hacía de
zócalo a la propiedad. Dedujo que el
señor Gershwin seguía dando las indicaciones para llevar a cabo el itinerario
del día y no pudo evitar preguntarse por cuánto tiempo más tendría trabajo. Y
si le pagarían. Se apoyó contra los andamios herrumbrados del molino y echó una
mirada al corral. Su padre ya se había ocupado
del ternero muerto. Su reacción al verlo cargarlo hasta detrás del tambo no
había pasado de una mueca de dolor en los labios. Hasta allí le llegaba la
empatía. ¿Qué iba a hacer sino? ¿Ponerse a patalear y llorar como hacía cuando a
su amiguita lechera le llegó la hora a la impresionable edad de diez años? Ya
era mayor, y el hecho de levantarse
con la idea de que tenía que empeñar su esfuerzo en un empleo le aseguraba que
aquello era cierto, quisiera o no. Y lo quería. Había sido curtida por la vida
y era hora de que la documentase.
La puerta del remolque central, aparcado justo frente al
cartel de entrada que señalaba el comienzo de El Aragón, se abrió con violencia
y el señor Gershwin salió echando fuego por la boca. Se dijo que aquella tarde
sería agobiante y se preguntó si no sería la última. Se encaminó hacia la
caravana donde se guardaba el equipo y le hizo señas a uno de sus compañeros de
trabajo para que la ayudara a sacar su cámara. Un rubio la asistió y, entre los
brazos marcados del muchacho y sus propias muñecas delicadas, el equipo fue
instalado. Le agradeció con una sonrisa y su compañero se fue. Lo siguió con la
mirada, una idea deslizándose cual (nada
mal) serpiente lujuriosa y, como una ilación de pensamientos, sus ojos
pasaron del chico rubio que revisaba el mar de cables del suelo a un chico morocho
que buscaba pasar entre la barricada de vehículos. Aquel chico se estaba yendo
sin equipo ni equipaje. Aquel chico, sobre el cual los ojos de Valentina se
entrecerraron con una emoción que oscilaba entre la curiosidad y la rabia sin (adónde fuiste vas) destinatario, era
Gino.
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