La luz de la luna se colaba por
la ventana de su habitación. Justo sobre la laucha muerta que había encontrado
la noche anterior, el marco dejaba pasar un fulgor plateado que alcanzaba a
acariciar el edredón y rozarle los pies. Gino estaba tumbado, con las piernas
sobre su cama y la mitad superior suspendida en el aire, colgando del colchón.
La figura inscripta a humedad en el techo seguía allí, devolviéndole la mirada
con una expresión ya no escamosa. Lo que durante la madrugada había considerado
una especie de reptil deforme y humanoide ahora veía muy similar a la criatura
del camino. Se dijo que más que escamas podían ser las marcas de quemaduras.
Sintió un escalofrío de (el alma a los
pies) terror. ¿Cómo había llegado a quemarse? ¿Y si aquello que no alcanzaba
a recordar —si los nublados momentos clave que lo habían distanciado de
Valentina— tenía algo que ver? ¿Habría presenciado cómo aquella cosa ardía en
llamas? La imagen mental que se proyectó ante sus ojos lo sobresaltó y la mitad
suspendida cayó al suelo. Contuvo una palabrota y se incorporó.
Eran casi las
nueve. En media hora tenía que estar al otro lado de la granja, listo para
cenar con (el punto) Valentina. Si
podía salir de aquella habitación, claro estaba. De alguna manera se las había
arreglado para entrar; sin embargo, no se creía muy capaz de volver a pasar por
la puerta. De todas maneras, ¿cómo miraría a su amiga? ¿Y a su familia?
Martina, aquella mujer despreciablemente fea, seguramente sabía qué era el ser
que los había encontrado en el camino. Muy posiblemente, todos menos él
supiesen qué era lo que sucedía a su alrededor. No le sorprendería que hasta
Muaka estuviese al tanto de la situación.
¿Hasta
cuándo? ¿Cuánto más podría soportar sin saber qué se cocía en el universo que
se revelaba más infinito en dudas a cada hora? ¿Qué tenía que ver nada con
todo? ¿Por qué ahora? ¿Por qué justo cuando se suponía que era el tiempo para
relajarse?
—Las
vacaciones de invierno son para dormir hasta las tres y leer un libro mientras
se escucha jazz, no para perseguir hongos plateados e intentar decidir si te
gusta tu hermana del alma mientras te hacés a la idea de que tu historia se
remonta a un pueblo cuya existencia no conocías hasta ayer.
Estaba en el
umbral de la puerta, con una decisión apretando el pomo y a sus pies. Se atrevería.
La pregunta ya le ardía en la garganta. Después de todo, ¿qué era lo peor que
podía pasar? No descubrir nada. Pero con eso ya contaba, de manera que no se
trataba de una pérdida demasiado grande. Ya le sonsacaría la verdad, aunque
tuviese que urdir un plan elaborado. Por el momento, una idea empezaba a
conjurarse en su mente, tomando forma como arcilla entre los dedos de su mente.
El pasillo había
estado en la penumbra de no haber sido por el reflejo de la luna, refractado
por los cristales del (maldito)
vivero. Mejor así, no querría recorrerlo a oscuras —no sabiendo lo que podría
acechar allí. Al final esperaba la cocina, donde seguramente su tía estaría
repasando las noticias del día en el único momento en que usaba el televisor. O
tal vez leyendo en el vestíbulo. O…
Tropezó y se
atajó con la pared. Muaka, oscuro como la noche, se había cruzado en su camino.
Le susurró unos insultos al oído y, muy a pesar de las protestas del gato, lo
tomó en brazos. Con las manos ocupadas era más fácil pensar, tenía algo menos
de qué preocuparse. Sin importar cuánto se retorciese el felino, él era más
fuerte y estaba más decidido. Muaka era lo que su tía denominaba “quejica”, algo hecho para revolverse y rezongar,
mas nada decidido a realizar algo puntual; como “perro que ladra no muerde”,
pero con su gesto personal. El gato ni siquiera intentaría morderlo.
Sosteniéndolo en un brazo, abrió la puerta que lo separaba de la cocina. La Tía
Emma no estaba allí.
El gato le
clavó sus afiladas garras a través de la camisa y la remera y Gino lo fulminó
con la mirada. Quizá no era un quejica después de todo, se dijo. Iba a bajarlo
cuando oyó voces en la habitación contigua.
—Entonces…
¿en qué quedamos? ¿Hasta cuándo sigue todo esto?
Su tía no
estaba sola. Aquella no era su voz. Sonaba gutural, con un acento extraño.
—Depende de
usted, no de mí, Gershwin.
¿Gershwin?
¿No era ése el director del Animal World? Sacó la cabeza para espiar desde
detrás del marco. Sentado frente a la Tía Emma, ocupando un lugar mínimo en el
sofá del sector del living, había un hombrecito calvo y enjuto con una taza en
la mano. El hedor de café recién hecho invadía la cocina, con lo cual la
cafetera debía seguir en la cocina. Su tía no tenía pensado ofrecerle una
segunda; si aquello no lo confirmaba, lo hacía la acidez del tono en que
respondía.
—¿Entonces,
señora Teri?
—Hasta
mañana, no más.
Muaka se
aprovechó de la concentración de su captor. Tan abstraído estaba en su
espionaje, que no alcanzó a percibir cómo el gato se había acomodado lo
suficiente como para que el hocico llegara a alcanzar su mano descubierta.
Mordió con ahínco, como hasta entonces sólo había mordido a un ave o un trozo
de queso. Clavó los dientes, presionando la piel con sus colmillos hasta
romperla. La expresión del gato era de odio, la de Gino de dolor al sacudirse
al animal de encima y lamerse la herida. Muaka voló por los aires y pasó a
aterrizar en el suelo, donde le dirigió un bufido antes de escapar por el
ventanal entreabierto. No había contenido el grito de dolor ni mucho menos el
insulto que el gato merecía, con lo cual, al volver la cabeza sobre el umbral,
su tía lo estaba viendo con una mirada que no llegaba a ser reprobadora; se
veía más bien agradecida.
Sin más razón
para esconderse, Gino finalmente salió al recibidor y su tía se incorporó para
interceptarlo antes de que los alcanzara en el living. El señor Gershwin los
miraba contrariado, intentando entender lo que sucedía a metros de su persona.
Su tía se le había acercado y le había despeinado aún más los cabellos alborotados
en un gesto maternal por demás inusitado. Su sobrino no pudo más que quedársela
mirando, impactado por semejante demostración de cariño, al tiempo que la mujer
se volteaba (impasible) hacia su
invitado y le extendía una sonrisa y una mano que no acababan de resultar
gentiles.
—Muchas
gracias, señor Gershwin. Ya cerraremos los tratos en otra ocasión. Lo espero
mañana a primera hora.
El hombrecito
masculló unas palabras ininteligibles en un inglés cerrado y se marchó (aparentemente) cabizbajo. La puerta
chilló nuevamente tras él y Gino se puso cómodo, lanzándose sobre el sofá. Así
como estaba, ocupaba el espacio de tres señores Gershwin.
—Ni siquiera
lo dejaste terminárselo —le reprochó a su tía señalando la taza, medio llena y aún
tibia, que reposaba en la mesita de café.
—No se lo
merece —replicó la Tía Emma mientras se desplomaba sobre su asiento frente a
él, con un tono de desprecio que ya no se molestaría en ocultar—, es un
mugriento. Y un sucio, que es muy diferente. No sé qué pretendía que hiciera
sin Vale acá para traducirlo. Le serví la taza para que se ocupara en algo y se
callara, no para que se la tomara. Suficiente caridad estoy haciendo
permitiéndole que filme esa paparruchada de documental.
—¿No te van a
pagar? —inquirió Gino, acomodándose en su asiento.
—Yo qué sé. Ni
siquiera sé cuándo se piensan ir. Estoy hasta las… hasta las manos, nene
—suspiró con pesadez—. Harta, harta como nunca.
La enorme
mujer se pasó las manos por la cara, intentando masajearse las preocupaciones y
(casi se resbala una mala palabra)
calmarse las tensiones. Estaba más cansada de lo que —al menos hasta donde
alcanzaba a recordar— había estado nunca. Se preguntó cómo habría sobrellevado
la situación si su sobrino no hubiese llegado en aquel preciso instante. Su
propia y actual situación —¿podría osar
llamar así, con semejante simpleza, al calvario que le tocaba vivir?— se volvía
cada vez más estresante y, por mucho que intentase convencerse de lo contrario,
el control que tenía sobre ella cada vez menor. Se apretó los mechones
enrulados que se escapaban entre sus dedos. Tiró de ellos con suavidad,
sintiendo que aquel ligero dolor la aliviaba un poco: le daba algo de realidad.
Y justamente porque era real tenía que dominarse. Tenía a (Gino) alguien enfrente y no podía dejar verse así, (consumida) abrumada. Sin embargo, no se
sentía sino estúpida, lo suficiente
como para haber accedido a todo cuanto le había sido pedido. Ahora pagaba el
precio, con más sudor que sangre. El sudor de una frente que quizá ya no fuese
la suya, pues estaba cambiando —lo
sentía dentro como los retorcijones que, en su menopausia, hace tiempo había
dejado de sufrir. Sólo que en ella moría una actitud, un ímpetu sin igual
estaba dando paso a una señora con minúscula. Se preguntó, bajo la enervante
mirada de Gino, si aquello no sería peor que morir. Para alguien como ella, perder
su viveza era verse despojada de sí misma. Enfrentándose a esa idea estaba
cuando oyó temblar la voz de su sobrino.
—Tía, tengo
que preguntarte algo.
Se refregó
los ojos y le dedicó una mirada cansina a los de Gino. Quitadas de su pelo, las
manos habían caído sobre su falda como un peso muerto.
—¿Qué pasa,
pato criollo?
Gino se
sonrió y, por un segundo, sintió pena de su tía —estuvo a punto de retractarse
de su decisión. Sacudió toda duda de su mente y enfrentó a la mujer.
—¿Por qué
nunca me hablaste de Franco Víctor?
Los ojos de
su tía se abrieron como platos y no pudo más que levantarse antes de delatar su
expresión. Ya se lo había visto venir. Era cuestión de tiempo que empezara a
preguntar. ¿Qué hacer? ¿Qué responder? Si ni ella podía manejar la verdad, ¿qué
esperanzas tenía un pibito sin ideas de la vida como su sobrino? No pudo atinar
más que a tomar la taza de la mesita, decidida a escapar a la cocina.
—¿Para qué
querés saber?
Gino cerró
una mano sobre su brazo tembloroso y ella sintió cómo sus mayúsculas eran
destruidas. No tuvo el valor de ver a su sobrino a los ojos. Sólo quería huir.
Sólo era Emma.
—Para no
sentirme tan idiota —soltó con toda la rabia que tenía contenida—, porque no sé
cómo es que tengo dieciséis años y hasta ayer ni siquiera sabía que existía
algo civilizado en veinte kilómetros a la redonda.
La mujer
deseó poder decirle que no era un idiota, que si había algún idiota en la
habitación era ella. Estaba al borde de las lágrimas, con una sensación hasta
el momento extraña subiéndole por la garganta. Tenía un regusto aún peor que el
vómito. Era humillación concentrada en una bola, era miedo crudo que explotaría
en lagrimones que una Señora no podía permitirse. Pero ella era sólo señora,
sólo era Emma.
—¿Podemos dejar
esto para otro momento? Tengo que terminar de cambiarme y en quince hay que
estar de los Pérez.
Sus ojos
marrones y vacíos chocaron con los de su sobrino, quien no pudo más que
soltarla. Lo aprovechó y se escurrió en dirección a la cocina. El ruido de
interruptores bajando y girando la detuvo en seco.
Había un grabador siempre conectado sobre la mesa del recibidor, cuyo
disco ella cambiaba cada día según cómo se levantara en la mañana. Gino lo
había revisado horas antes, tras revolver en el estudio por los discos de Ethel
Merman, creyendo que quizá allí habría otro. Dentro se encontraba el segundo
disco de una grabación instrumental de la obra musical favorita de la Tía, Les Misérables. De niños, acababa cada
sesión de lectura con una canción. Ahora él terminaría sus dudas de igual
manera. Giró una perilla a la derecha del equipo y, tras pasar a la pista
cuatro, presionó play.
Una introducción
musical de ensueño la obligó a darse la vuelta y enfrentar el canto de su
sobrino.
—Hay tanto que aclarar, hay tanto que no sé —entonó Gino con un ímpetu
que contradecía a la melodía.
—No te atrevas —espetó Emma con el temor dominando su voz.
—En mi vida —prosiguió Gino, elevando el volumen y sus notas— surgen
tantas preguntas que no tienen contestación. / En mi vida hay momentos que
escucho en silencio susurros de una canción —la tomó de los brazos, con
suavidad y lágrimas casi brotándole de los ojos, aún más asustado que ella—. Y
habla de un mundo que yo soñé y que sé que cada vez más cerca, llegando está. /
Ya no sé qué es real, la razón escapa de mí.
La tía Emma luchó por zafarse, pero su sobrino no alcanzó a ver más
que su semblante retorciéndose en locura. Hasta que le vació el contenido de la
taza en la cara. No quemaba, pero Gino muy dudosamente se hubiese mosqueado aunque
lo hubiese hecho. Estaba enajenado como con las llamas y el hongo. Estaba en
comunión con el todo, en posesión de aquella paz interna que había visto en los
habitantes de Franco Víctor. Se estaba relacionando con su propia alma,
simplemente comunicándola a través de toda la potencia de su garganta. Nada
podría distraerlo. Emma se percató de ello y, nuevamente, intentó escapar a la
cocina. Sus piernas no la secundaron.
—Sé tan poco de mí, de aquel niño que fui —prosiguió con la mayor
calma que había sentido jamás—. / Más de mi infancia aquí quisiera saber. /
¿Por qué tantos secretos, tanta oscuridad?
Decidió hacerle frente, decidió mirarlo a los ojos. Sabía cómo y
cuándo responder. Las mayúsculas subirían por su cuello. ¿Lo harían?
—¿Por qué —la sujetó con mayor firmeza, intentando exprimirle la
verdad que tanto ansiaba conocer— me lo ocultás? ¿Por qué no me contás? / En mi
vida nunca nada me falta, amor y cuidado me das. / Pero siempre, tía, en tus
ojos soy sólo un pibito. / Mi vida cambió.
No pudo replicar. Sencillamente no pudo.
—Quiero que me expliqués, que me expliqués ahora cómo es que hasta ayer no sabía que existía, cómo puede ser
que a nadie, nunca, en dieciséis
años, se le haya ocurrido siquiera mencionar
que a cinco kilómetros de acá hay un pueblo en el que, curiosamente, fue impresa esa biblia tuya que nos leés a mí y a
Valentina desde que tengo uso de razón —estaba elevando la voz, pero ella ya
estaba enajenada. Ya no lo escuchaba, sólo veía sus facciones contorsionarse,
moverse de aquí a allá, acusadoras. —¡Cómo mierda
puede ser que en seis años no haya visto a la vecina que vive a dos metros de
acá!
Gino no se vio venir la bofetada, pero no por eso se pasmó. Estuvo a
punto de devolvérsela. La Tía Emma se zafó y le clavó una de sus (mierda, ¿qué mierda se le ocurre a este
pendejo?) miradas disciplinarias. Sus ojos estaban desorbitados, grandes y
violentos. ¿Quién se creía que era?
—La boca, nene. La boca
—dijo en un ladrido. —No se va a hablar más del asunto.
—¡En mi vida! —exclamó Gino en algo que por poco fue un grito—. / Ya
no soy un nene y quiero saber la verdad. / Por una vez, decímela.
—¿Querés la verdad? ¡Querés la verdad! —estaba histérica—. No podés
manejar la verdad, Gino. Nadie puede —hizo un esfuerzo sobrehumano por
controlarse, por recobrar la razón. —Andá a lavarte. Te llevo ropa limpia en un
segundo.
—No —replicó su sobrino en una hilacha de voz, secándose la cara con
la manga de su camisa. —Ya no me voy a dejar avasallar por vos. No pienso ir.
No voy a hacer nada que no quiera hasta que sepa qué es lo que nadie me quiere
contar —miró a su tía a los ojos, con toda la duda existencial y el odio que
puede llegar a tener un adolescente en el ápice de su vida. —Me voy.
Sin dar tiempo a respuesta alguna, partió a su habitación.
En la soledad del recibidor, Emma se enfrentó al grabador y a su
propia realidad.
—Lo sabrás. / La verdad es la gracia de Dios. / Lo sabrás. / —dejó
escapar una lágrima y, con el tono más grave que pudo encontrar en su registro,
cantó: —Ya lo sabrás.
*
Con el bolso cargado en la bicicleta y su Walman gritándole al oído
algo que no se molestó en dilucidar, Gino comenzó a pedalear bajo la luz de una
luna acusadora. La velocidad y la intensidad con la que se movían sus piernas
derrotaron al mar de cables que cubría al pastizal. Sólo tuvo tiempo de
volverse una vez. Vio nuevamente a los terneros. Aquel que le había devuelto
una mirada de profunda congoja hacía medio día ahora estaba desplomado en el
suelo. Pero no estaba muerto. No. Estaba peor, estaba agonizando. Encontró su
ojo, aquel cristal vacío. Sólo que ya no estaba vacío. Una emoción
indescriptible lo llenaba, una emoción que hizo que su bicicleta se tambalease.
Recobró el manubrio con firmeza y se concentró en el camino de tierra
de media milla que lo separaba de un futuro incierto. Y de Franco Víctor. Ethel
Merman clamaba ¡Qué Genial Es Estar Aquí!
al tiempo que Gino deseaba estar lo más alejado posible de allí.