El pekinés – el cual curiosamente ninguno de los oriundos del pueblo
pudo reconocer – los había seguido hasta una cancha de pasto para rugby,
pasados los quinchos, donde los había observado jugar con el disfrute y la
violencia de la que sólo son capaces los verdaderos amigos. El ambiente era tal
que los comentarios de Serafino no sólo eran chistosos, sino que Gino incluso
llegaba a entenderlos. Las risas acompasaban la sucesión de “Unoo, dooos,
trees, cuatroooo…”, y luego el impacto de los dedos contra el caucho de una
pelota prestada de la intendencia del club; los suspiros ahogados cuando
esquivaban o simplemente corrían antes de que la pelota pasara de manos por
quinta vez; los complots contra uno u otro; el pase de huir del remate a buscar
darlo; la creciente agresividad con la mayor inocencia; los (aullidos) ladridos de la Cucaracha cuando la
pelota se dirigía en su dirección.
Las mentes estaban despejadas y despojadas de
cualquier preocupación cuando, transpirados y a un paso del cansancio, dieron
por finalizada la partida. Se refugiaron en la jaula de cristal, del frío y de
la masa que se agolpaba en los quinchos abiertos.
Se respiraba intimidad allí dentro: los asadores
aún despedían un cierto aroma a asado de mediodía que mantenía a la vez el
calor y los ánimos; Uno se sentía sencillamente a gusto, entre tablones
escritos con corrector y bancos de madera aún sin pudrir, la charla fluyendo
apacible y las palabras surgiendo con soltura – incluso con el perro quejándose
por la vida había allí la paz sobrenatural que se desplegaba sobre Franco
Víctor como una nube.
La conversación comenzó artificial; son siempre
torpes las primeras palabras que siguen a un juego donde la charla es meramente
accidental y tanto más vinculante – no hay persona que no ría, deje de alentar,
presionar o tomar partido en semejantes bromas. El principio es un conjunto de
comentarios balbuceados e intentos de continuar los chistes. Eventualmente – en
cosa de minutos eternos –, y sin que nadie sea plenamente consciente de ello,
los temas evolucionan, enlazándose con anécdotas, opiniones, nuevas bromas y
chismes varios.
Al cabo de un tiempo fuera del tiempo, se forman
grupos de conversación individuales: Serafino le comentaba con orgullo a
Carmelo que los duendes del Berlín ocuparían la semana siguiente la cancha de
fútbol-rugby para practicar para el campeonato; Paula intentaba interesar a
María en las tendencias y chismes de la semana. Y claro, aquellos que giran las
orejas y los ojos para formar parte fantasma de todos los ejes al mismo tiempo.
Chomsky no se veía interesado en la charla de las chicas, pero al menos sí
repelido por las de los muchachos; Gino, por su parte, no se encontraba en
sintonía con ninguna de las dos. A pesar de ser una suerte de parásito social (¿de qué otra manera estaría pasando fines de
semana en otra localidad?), siempre se había sentido más a gusto
integrándose con mujeres. Aquél, sin embargo, no era el caso. Ambas
conversaciones se le hacían cerradas en su tema: la vida social de una
comunidad desconocida y deporte. Comenzó a contar los minutos y decidió que
partiría a la siete. Dio comienzo a su espera desesperada a las seis treinta y
dos.
A las seis treinta y tres volvió a mirar el reloj.
A las seis treinta y cinco sacó el celular de la
mochila, miró la hora y jugó durante menos de un minuto al Snake. Comprobó
nuevamente su reloj y dio un suspiro ignorado por todos los allí presentes. El
tiempo transcurría a toda velocidad a su alrededor, lo veía en las expresiones
de los amigos – incluso en el semblante de María, que parecía haber cedido su
actitud al chimento popular. Sobre sí, sin embargo, sentía una especie de
burbuja que no dejaba pasar los minutos. Tuvo el impulso de mirar una vez más,
pero se contuvo. Inhaló, exhaló y observó a los Gimnastas. Su juicio podría
verse afectado por su hastío, pero se consideraría justa la descripción que
pasó de cada uno: Finoli era sencillamente desagradable al hablar, tanto por la
vulgaridad de sus expresiones como por su artificialidad – sólo sonaba natural
al desplegar sus amplios conocimientos futbolísticos; su hermana era una
tostada con maquillaje y peluca rubia – era un contraste ridículo el de sus
ojos grises, su tez quemada a cama solar y su cabellera dorada; Chomsky apenas
se dejaba entrever más allá de sus gruesos lentes y su pelo alborotado, y
aquello era más que suficiente para incomodarlo; María, por su parte, era algo
que Gino no alcanzaba a entender: hasta entonces se había mostrado dura y
grave, entonces reía afable – pero se tapaba la boca a la hora de sonreír. Se
la quedó viendo unos momentos hasta que, de repente, recordó que tenía los
paquetes de papas en su mochila.
Es curioso el efecto que produce el sonido del
papel plástico al crujir. Cinco cabezas se voltearon para verlo luchando contra
la bolsa sellada, con la clara intención de abrirla por él si no lo conseguía
en los siguientes segundos. Paula se la arrebató de las manos en un movimiento
tan certero como sutil. Su hermano fue más rápido aún y le quitó el paquete de
las manos alegando que:
—Vas a abrirla mal y va a volar por todos lados
menos en nuestros estómagos.
—Estúpido —replicó Paula con desdén y los demás se
sonrieron.
El gesto fue mínimo e infinitamente efectivo. La había abierto de manera que todos pudieran
tomar con libertad y sin romperla más. No duró demasiado. Las papas funcionaron
como elemento integrador: tanto el interés por el fútbol como la vida social de
Franco Víctor se disolvieron y se integraron en una charla sin tema ni pausa.
Incluso Chomsky se reía de los chistes de Finoli.
—Imagino que esta noche no nos volvés a traicionar,
¿no? —interpeló Paula a Carmelo hacia la mitad del segundo paquete de papas. A
aquellas alturas se comía a un ritmo menos acelerado y, sin embargo, la
muchacha tenía cubiertos sus labios en rojo con migajas.
—La
Linda nos espera y no pienso dejarla sola —replicó el chico
con una sonrisa y una mueca burlona.
—Esta noche no, Carmelo —intervino Finoli con la
boca llena. —Van a hacer acá la fiesta de principio de vacaciones. Cena, alcohol,
pista y descontrol. Todo el descontrol, mi buen amigo.
—Usá forro, idiota —le espetó
Paula con una fuerte palmada en la espalda.
—Vos también, turrita —retrucó
su hermano, ganándose un puñetazo en la boca del estómago.
Gino volvió a sentirse fuera
de lugar, no sin antes asegurarse jamás integrar a su hermana a un grupo de
amigos; cruzó la mirada con María, que la desvió al instante. No existió el
silencio sepulcral que el forastero anticipaba.
—¿Dónde y a qué hora nos
encontramos? —repuso Carmelo al instante.
—¿En la puerta, a las diez?
—dijo Serafino, acariciándose la zona donde no tardaría en aparecer un moretón.
Los demás asintieron. —¿Y vos?
Gino casi se atragantó. Tosió
y balbuceó una respuesta:
—¿Esta noche?
—No, la que viene. Por
supuesto que esta noche, idiota —espetó Finoli con ácido sarcasmo, encogiéndose
de hombros y negando con la cabeza en una nada sutil expresión de desprecio y
repulsión. Carmelo le dio un pronunciado codazo y su hermana le dio una
bofetada en el ya formado moretón.
—Sos un estúpido —musitó
María, medio para sí, medio queriendo gritárselo.
—No puedo. Tengo que cenar en
casa.
Los ojos asustados de Gino
intentaban encontrar ayuda en los de Carmelo, pero éste no parecía dispuesto a
ayudarlo. Suplicó con las cejas, pero el semblante de su amigo estaba cerrado.
Fuera de aquel instintivo codazo, parecía que su compañero en peripecias estaba
alienándose. Con una mueca lastimera, comprendió que aquel no era el lugar ni
el momento para ponerse comprensivo con el forastero. Carmelo cumplía una
función de líder y, en cierta forma, tenía el rol de un pastor para con su
rebaño, por lo que debía mostrarse fuerte e impasible.
—No hay problema, te copás la
próxima vez.
Sus palabras no tenían la
intención de sonar hirientes ni su tono encontrar un regusto cruel, pero en la
mente de Gino la frase de su amigo no fue de simple indiferencia. Se clavaron
como un puñal y no pudieron sino evocar la imagen de las llamas – aquella suerte de bautismo de fuego que los hubo marcado. De
repente, no era calor lo que acariciaba su recuerdo: no sentía chispas sino un
vacío frío. Se podría concluir que, con un cosquilleo en la nuca del muchacho,
se sentía ofendido. Sería más acertado aseverar que, más bien, estaba siendo
traicionado; y aún así no pudo evitar sentirse culpable. La discusión en las
bicicletas había anticipado la actual movida de Carmelo. Simplemente protegía
su territorio, y no iba a dar cabida a alguien que lo estaba abandonando (Lógico, ¿no?).
—Sí, seguro —su tono se había
reducido a un hilo de voz casi imperceptible. Bajó instintivamente la cabeza,
cruzando la vista con María. Si bien su mirada aparentaba haber recuperado su
dureza, vio allí un atisbo de (compasión)
tristeza.
—¡No me digas que te bajás
como Martín Velásquez en el campeonato del 2003! —comentó Serafino con una
carcajada, y su hermana la dio un codazo. María puso la ojos en blanco.
***
La tarde, que había estado en
proceso de desvanecerse desde hacía más de media hora, acabó de caer cuando
terminaron el tercer y último paquete. Cualquier prejuicio que los Gimnastas
podrían haber tenido hacia Gino había caído. Finoli le dirigía sus acotaciones
futbolísticas y burlas subidas de tono como a cualquiera; Paula lo trataba con
el cuidado que llevaba de todo aquel
que, en su opinión, no mereciese soportar a su hermano —no obstante, podría
decirse incluso que, en el caso de que el forastero hubiese proferido grosería
alguna, lo habría reprimido con la firmeza de un puñetazo en el hombro. Claro
que él no osaría hacer semejante calamidad dentro del horario de protección al
menor. Según parecía, Chomsky le dirigía el mismo tipo de miradas (psicóticas) escrutadoras que al resto de
sus amigos. Amigos. Los sentía casi
como tales, dentro del mismo rango que Carmelo, claro. Bien sabía que las
amistades no se hacen del día a la noche, y menos de tarde en atardecer, pero
también era consciente de que jamás había tenido a nadie incondicionalmente a
su lado que no fuera… ¿Quién? ¿Sus padres?, ¿su tía?, ¿Muaka?, ¿Valentina? Un golpe bajo a sí mismo.
Sintió el vacío en el estómago característico de todo tema que intenta romper
las barreras de lo indeseable a lo incómodo y que amenaza con desestabilizar la
razón de las personas: el punto. Y
luego estaba María, un ser tan enajenado de la vida que parecía dar por sentado
algo tan particular como para él resultaban los amigos. Pero algo le decía que esa chica no acababa allí: aún no
dilucidaba si era realmente fría o si sólo pretendía serlo.
Ethel Merman se hacía
inaudible, incapaz de atravesar sus pensamientos, sus interrogantes. Y sus
conclusiones. Ya en soledad, reemprendiendo los dieciocho kilómetros de regreso
al Aragón, el dichoso hongo plateado volvía a su mente. Alguien había estado
allí y, más importante, sabía que (uno no
puede ignorar charcos de helado) otros también. Si quien fuere se había dejado algo, ellos mismos bien podían haberse
dejado algo también. Cada vez que analizaba aquella posibilidad, un escalofrío
le recorría la espalda, no sólo porque podrían encontrarlos sino porque, por
alguna razón, no podía evitar sino sentir un vínculo con lo que había visto en
la mañana: la figura de la cara manchada en el camino. Bien podía estar
persiguiéndolo. Bien podía ser eso lo que había puesto el hongo allí. Y lo
había encontrado relativamente cerca de la casa de su tía, ¿podría entonces estar
también implicado en eso también? Se conjuró en su mente la imagen de la Tía Emma frente a frente
con aquella (¿era, efectivamente, una
persona?) cosa. La alejó el
viento que le golpeaba la cara y el cansancio que le agotaba las piernas, pero
no puedo escapar de una última sensación de terror: que aquello podría, en el
transcurso de la tarde, habérsele acercado a Valentina.
Subió el volumen del Walkman
hasta tal punto que las ideas de su cerebro dejaron de ser audibles. Sólo la Merman era registrada,
asegurando nuevamente que todo sería rosas. No obstante, esta vez no estaba muy
seguro de que aquello fuera remotamente posible.