sábado, 4 de agosto de 2012

Happy Hunting, Pt. 1

Las piernas le ardían, sentía el dolor punzando, presionándole las pantorrillas para salir pitando. No podía más que presionar con firmeza los dientes y tragarse un gemido (de nena). Sus tímpanos eran igualmente castigados por La Merman en una canción que ya no podía reconocer. Si quitaba las manos del manubrio y bajaba el volumen, a la velocidad que iba bien podía caerse y, o romperse el alma por el impacto del golpe contra las piedritas sueltas a un lado de la ruta o quedar tumbado e inmóvil hasta que un auto atravesase la carretera y su cuerpo. No era una opción. No obstante, así era (tal vez) mejor. No podía pensar por más que lo intentase. Su mente intentaba procesar lo que aquella voz suave como un silbato le gritaba al oído al tiempo que hacía lo posible por mitigar el dolor de sus miembros castigados. Temió quedarse sordo si llegaba a hacer sonar su espalda.

El curso de su huida estaba fijado de antemano de forma tácita. Después de todo, tampoco había demasiados destinos posibles en las cercanías. Su casa estaba a más de (¿cuánto?) setenta kilómetros (con suerte). El cuero no le daba para más de tres pedaleadas más, o al menos eso era lo que se repetía cada tres pedaleadas.
Tristecia era el pueblito por el que había pagado el pasaje. Un páramo terrible y desolado; era una comuna que pretendía ser municipio. En una sola cosa conseguía ser el proyecto de ciudad en que tanto anhelaba convertirse: no había allí una sola alma caritativa. Cada tanto —generalmente por Navidad—, sus padres y su hermana lo acompañaban hasta la granja de su tía y todos juntos viajaban en la camioneta todoterreno que juntaba polvo en el garaje hacia el único comedor tenedor libre de Tristecia, en busca de una gran cena de Nochebuena. Las tardes de aquellas ocasiones, nadie probaba bocado de nada. La comida que servían era la más deliciosa y recalentada en kilómetros a la redonda —y además era el único restaurante con gaseosas de marca por fuera de la ciudad. Se suponía que allí también tenían su residencia parientes lejanos que no visitaba en mucho tiempo.
Sin embargo, las llantas de su bicicleta giraban en otra dirección. A poco más de dos garitas se hallaba el pasaje de tierra que, ahorcado y oculto por campos de trigo, llevaba al único lugar que, en aquel preciso instante —con el ensamble del musical Happy Hunting chillando en sus oídos y sus pantorrillas llorando sudor—, podía llamar hogar. No tardaría mucho más en vislumbrar el arco de metal abriéndose hacia Franco Víctor. Claro que, después de entrar, no tenía bien pensado adónde dirigirse. Se inclinó sobre el manubrio e hizo el esfuerzo de registrar a la primera qué hora era. Las diez menos veinte. Para cuando llegara, la fiesta en el club ya estaría teniendo lugar —y él ni siquiera había cenado. Aquello lo llevó a un detalle particular. No tenía idea de cómo llegar al club. Estaba pasando la heladería, sí, pero tampoco sabía exactamente dónde estaba eso. Ni siquiera el bar del pueblo como para tomar referencias. ¿Y si no había nadie para preguntar? Era el domingo previo a las vacaciones de invierno, aquello era sencillamente imposible. Pero, ¿y si nadie se dignaba a decirle cómo llegar? No, los habitantes de Franco Víctor no eran crueles intentos de ciudadanos enajenados de sus valores morales como los de Tristecia. Quienquiera que detuviera le daría las indicaciones de buena gana.
El entreacto comenzó cuando atravesó el arco de metal, su sombra mezclándose con la negrura a  su alrededor, cada vez más clara a sus ojos. En algún rincón de su mente, algo se preguntó si, encontrándose solo en un pueblo cuya existencia conocía sólo desde el día anterior y sin saber cómo encontrarse con su único amigo, no estaría perdiendo el juicio.

*

—Hay sitios tranquilos que actúan como sedantes para el alma —se había dicho Gino al dejar atrás el arco que señalaba la entrada a Franco Víctor.
En efecto, la paz se respiraba incluso en lo que se le hacía una noche ajetreada y de tal expectación y emoción como el día previo al inicio oficial de las vacaciones de invierno. Los niños correteaban desde el comienzo de la primera calle de tierra que se desprendía del camino de entrada, iluminado por unos faroles que no recordaba haber visto con anterioridad, hasta las profundidades del asfalto que pavimentaba el final del pueblo, sumidas en la más absoluta de todas las oscuridades que alcanzaba a recordar. Y lo hacían sin la menor preocupación o duda. Aquel paseo era tan natural de noche como de día. Allí no había posibilidad de robo o inseguridad alguna. Se dijo que si había un lugar remotamente similar a un paraíso, ése era Franco Víctor. Quizá por lo imposiblemente bello del lugar se lo habían ocultado. No, se dijo, eso era una estupidez. Algo había acontecido en esas callejuelas oscuras, quizá tan terrible como para jamás osar a volver a hacer mención de ellas. Incluso en la inocencia que se respiraba junto al aire helado como cuchillas alcanzaba a palparse la esencia de algo oculto. No obstante, era cosa de cerrar los ojos y uno volvía a sumirse en aquella paz, en aquella sensación enajenante, calmante, simplemente sedante, que sólo consiguió expresar bajo la frase hecha “Hogar, dulce hogar”.
Avanzaba con algo parecido a la seguridad que dilucidó como confianza, el tipo de manejo que uno se permite en la casa de alguien a quien es a fin —era como suponía que debía ser visitar a un mejor amigo. Sólo que no tenía idea de dónde estaba nada. Sabía que a unas cuadras, si doblaba a la izquierda, encontraría la casa de Carmelo, pero no cuántas. Bien podría ser una, dos o siete. Estaba lisa y llanamente perdido, pero sin la menor inquietud al respecto. Se sentía como si, con solo desearlo, pudiera volar y averiguar dónde estaba él mismo y su objetivo, para luego atravesar medio pueblo sin mayores penas. Un pensamiento se resbaló entre sus auriculares y la ligereza de sus pasos acompañando el descuidado chirrido de su bicicleta a su lado: que quizá aquello sería estar en control; se preguntó si así se sentía su tía, si aquello era (al fin) el significado de Tengo Ritmo. La seguridad de que, pase lo que pase, se levanta del porrazo de un (allez hop!) salto y se continúa, como si nada importase.
Su amigo seguramente ya no se encontraría en casa. Para entonces debía estar ya en el club, esperando a que llegara el último gimnasta para sentarse en el bar que funcionaba dentro de aquel complejo deportivo, con una pizza de cantimpalo en mente y el menú en mano presionado por su bolsillo. Si quería encaminarse a algún lugar que le sirviera, bien le serviría la plaza. Si mal no recordaba, la heladería que había visitado aquella misma tarde estaba frente a una de sus esquinas.
Cada tanto alguna persona se detenía y lo observaba con curiosidad, preguntándose si aquel extraño era, efectivamente, aquel chico del que todos hablaban: el forastero que había almorzado de los Della Robbia el día anterior. En algún punto, su plan había sido preguntarle a alguno de ellos dónde se encontraba su destino, pero había desistido de hacerlo al observar el camino de tierra. ¿Por qué no hacerlo él mismo? ¿Qué tan difícil podía ser? El ambiente, después de todo, era apremiante.

**

Los Gimnastas devoraban su tercera pizza arrancándose los pedazos de las manos, con el salvajismo propio de los animales o los buenos amigos, al tiempo que las primeras canciones se susurraban a un volumen relativamente bajo por los parlantes que poblaban la cancha techada principal. Cada tanto Carmelo y Finoli se movían al ritmo de la música que les llegaba, mientras Paula sacudía alegremente la cabeza y María y Chomsky se miraban con desasosiego. En poco tiempo no serían capaz de oírse entre ellos, y aquello tranquilizaba al líder de los Gimnastas: si no habían hecho preguntas hasta entonces, ya no tendrían cabida. Podía respirar tranquilo.
—¿Qué onda con el flaco ése? El que estuvo con nosotros a la tarde —inquirió Paula, tomando la última de muzzarella.
O tal vez no. ¿Hora de explicaciones? Bien sabía que mentir no se le daba bien: iba a terminar enredándose y se darían cuenta. Abrió la boca y la cerró. Eran sus amigos, incluso Chomsky y María llegaban a aquel rango que una persona podría denominar, con total seguridad, mejor amigo de entre todos sus conocidos. Se suponía que podía y debía confiar en ellos. Claro que también se suponía que podía y debía encontrar un motor o algo similar bajo los helados de una congeladora. No tenía porqué confesar toda la verdad, al menos no de momento. Después de todo, aquel no era el lugar más conveniente para hablar sobre tamaño asunto. Entonces, ¿qué responder? Tragó saliva.
—Venía conmigo en el colectivo, pero hubo un piquete y…
Su réplica balbuceada se vio interrumpida por una subida de volumen tan violenta que hizo vibrar la vajilla de todo el bar. Serafino soltó su rebanada de pizza y miró a los ojos a su hermana y luego a Carmelo.
—Jo-da —gesticuló con los labios, y se levantó de un salto, arrastrando al líder de los Gimnastas con él.
No alcanzó ni (realmente) intentó ofrecer resistencia. Una salida fácil le había caído del cielo y lo llevaba a trompicones a la pista de baile improvisada entre gradas y altavoces desmesuradamente grandes. Paula avanzaba a saltitos, agitando los brazos en el aire y sacudiendo la cabellera castaña oscura a los cuatro vientos, su piel tostada bañada por la luz de la luna. No pudo evitar pensar que, más allá del hecho de que fuera (básicamente) una hermana pequeña para él, era condenadamente sexy. Y peor aún, era plenamente consciente de ello. Antes de que se diera la vuelta para seguirle el baile a Finoli, la chica ya estaba bailando peligrosamente cerca de algún muchacho. María, por su parte, los observaba desde su asiento, cómoda en el bar. No obstante, daba la impresión de estar desperezándose, intentando darse ánimos para encarar la bailanta que lentamente se formaba en la cancha. Chomsky, por su parte, simplemente los observaba con los ojos perdidos. Carmelo hizo una mueca de lástima, y aquella fue la última expresión de preocupación que daría en toda la noche. Le sonrió a su amigo y, al son del ritmo de una música que ni siquiera le importaba reconocer, bailó su vida y dejó escapar sus problemas entre la ligereza de sus pies, movimientos pélvicos y palmas.

***

Llegó a la plaza sin ayuda de nadie. Se había sentido lo suficientemente confiado como para avanzar sin consultar a transeúnte alguno, todo aquel que pasaba a su lado —ya fuera caminando en medio de la calle o respetando la vereda— se veía demasiado ligero: evidentemente con un destino fijo, pero sin la más mínima preocupación por ello; era casi como si danzasen por la vida y él desconociese la pieza. La sensación que producía la vista de aquellos pueblerinos era tan indescriptible para Gino como el control que creía poseer. Estaban ahí, pero a la vez no: su mente quizá estaba en mil asuntos y en ninguno a la vez; quizá había un desastre en sus cabezas, pero actuaban con la paciencia que tiene alguien diestro en lo que hace. Quizá era eso, que eran muy duchos en el vivir, y Carmelo había tenido razón en llamarlo “chico de ciudad” el día anterior. Tal es la ponzoña que llevan los colmillos de las (infinitas) interminables idas y venidas —junto a sus correspondientes rabias y quejas— necesarias para completar la ecléctica rutina de un día miserable en la gran ciudad: enajenan de mal manera. No recordaba haber sentido nunca el contacto de sus pies con el suelo que le llegaba a través de la suela —hasta entonces, incluso a sus joviales dieciséis, jamás había encontrado el tiempo para hacerlo. Y los niños de allí parecían hasta sentir el viento acariciando sus vellos incipientes. Se habría sentido patético de no haber estado tan anonadado. La pequeñez con la que veía su vida hasta aquel fin de semana quedaba olvidada y muy por detrás ante aquel poder que sentía al atravesar las calles oscuras de un pueblo casi enteramente desconocido. Y justamente por ser desconocido, acabó por perderse.
Franco Víctor no tenía más que cuarentaiocho manzanas; ocho hacia dentro, seis hacia los lados. En poco más de media hora habría hecho un tour completo. Sin embargo, en la noche los pasos se acortan y las distancias se alejan; y la vista, claro está, se vuelve engañosa. Se preguntó cuántas veces le había dado la vuelta a la misma manzana al pasar por quinta vez junto a un arbolito a medio tumbar. Lentamente, aquel poder, junto al control y la calma de los que se había enorgullecido tanto de poseer, se había ido diluyendo, decantándose hacia aquel oscuro lugar del alma que es la desesperación. Los niños oriundos de allí podían corretear por la oscuridad como si el sol les quemase la cara y les picara el abrigo, pero Gino sabía lo que podía acechar en una callejuela oscura. Más de una vez le habían robado la billetera, y aquello había sido de día —era imposible no imaginar lo que podría llegar a ocurrir en la penumbra. Si bien sabía que tales cosas no podían suceder allí, en un pueblito tan calmo como aquel, llegó un punto en que no dejó de mirar atrás cada dos pasos. No estaba en su mente ya la imagen de la criatura quemada, mucho menos de los hongos plateados acechando en el congelador de la estación o esperándolo en el vivero de su tía; no pensaba que quizá el dueño de la gorra que habían encontrado podría tener su residencia en la casa más próxima ni que la negrura que lo envolvía sólo era comparable al humo de la hoguera de los piqueteros. No. Había allí algo más natural y trascendente. Allí rondaba lo malo que habitaba en el cobertizo de su tía, del tipo de cosas que acechan a la vuelta de una esquina oscura. Las cosas que, no sólo sin vergüenza sino también con una sonrisa en sus facciones desfiguradas por la perversión, roban, violan y matan —y no necesariamente en aquel orden. Aquello no podía borrarlo de su inconsciente ninguna estúpida sensación de control. Aquello fluía por sus venas más primario que el movimiento de sus piernas. Aquello era miedo en su estado más (crudo) puro. Era el imaginario del monstruo debajo de la cama que te atrapa por los tobillos si te bajas con las luces apagadas, pero sin ninguna corporeidad o forma reconocible —podía tranquilamente tomar la forma de una profesora de la escuela, del constructor de la obra de junto o de su propia mascota. Era nada y era todo al mismo tiempo. Era la posibilidad de, pasando el simple hecho de morir, ser destruido, concepto más abstracto e incluso más real. Ser destruido tenía un anclaje que superaba con creces la imagen de una balanza y alguien decidiendo si vas al cielo o al infierno o te conviertes en rata: significaba que volabas en pedazos y que todo lo que eras dejaba de ser.
Hasta que hubo arribado finalmente al club, poco menos de cinco minutos más tarde, no se dio por aludido de que estaba bañado en sudor frío y que había corrido hasta tal punto que su aliento se había escapado de su garganta dejándole jadeando y abatido. No se había percatado que, durante ese tiempo fuera del tiempo había sido destruido una y mil veces —y que aquel cuerpecito que resucitaba tomando aliento, apoyándose sobre una columna de granito, había triunfado sobre aquello que las luces y la música ahuyentaban tan eficazmente.