lunes, 30 de abril de 2012

The Amazing Journey / Life is Just a Bowl of Cherries (Reprise)


La carretera estaba desierta, y el único sonido audible en kilómetros a la redonda – estaban seguros de que, de haber existido alguno, lo oirían – era el de las ruedas de sus bicicletas removiendo las piedritas a los lados del pavimento. El silencio era casi tan sepulcral como había sido el de regreso del camino con Valentina, e incluso su comienzo se veía tan difuso como aquél.
El último recuerdo nítido que Gino conservaba era haber tenido la intención de replicar (de aseverar) que la gorra que tenía en sus manos muy posiblemente hubiese estado en la estación el día anterior. A partir de entonces, una conversación apurada en la que muy seguramente había resuelto dejar el lugar se mezclaba con la comprensión de que su amigo podría llegar a tener razón. En su mente se habían grabado frases sueltas – palabras perdidas – pero un significado único: la necesidad de escaparse de la estación, huir de la sensación oscura que se había apoderado de los recuerdos del día anterior y se asomaba sobre su propia, actual realidad. El vendaval se había producido poco antes de las diez, y casi podría señalarse su comienzo alrededor de las nueve y media. El mundo había explotado a su alrededor, ennegreciéndose con la mugre que se revolvía a su alrededor. Sin embargo, hacia las diez y cuarto ya podía admirarse el exterior con la completa iluminación matutina. El día había sido claro, e incluso filtrado a través de capas de tierra aferradas a los ventanales, el interior de la estación se podía observar con normalidad. Aún con mercadería dispersa en el suelo, góndolas caídas, ventanas fuera de lugar y ratas anidando en una habitación contigua, la hubiesen visto. Las baldosas blancas aún estaban en un matiz suave de gris: la tela negra habría resaltado de haber estado allí. Eso hacía que ambos pedaleasen más fuerte – no más rápido, sino con mayor ahínco: con la decisión con la que se propone uno correr en una pesadilla; sabe que es imposible acelerar de verdad, pero no deja de intentarlo con creciente desesperación.
Si el destino se había acordado en forma tácita o no, era desconocido para ambos: simplemente se dirigían a Franco Víctor con la vista perdida en el frente, cada uno en el lado contrario de la ruta; separados para no tener que verse a los ojos. Gino sabía que los discos que tenía bien podían suavizar el camino – hacerlo fluir a mayores revoluciones –, pero no tenía intenciones de ponerse los auriculares. No obstante, era plenamente consciente de que no se entablaría conversación alguna entre los dos amigos.
Sólo intercambiaron miradas una vez en el trayecto.

*

Unas marcas de frenada y giro quemadas en el pavimento de la ruta señalaban la entrada al camino interno que, una vez pasado el arco metálico que rezaba Franco Víctor, llevaba al pueblo. Temblaron en sus asientos durante el pasaje cubierto de piedritas irregulares antes de llegar al asfalto discontinuo que atravesaba la calle principal.
Las veredas estaban desiertas, y volvía a respirarse la paz sepulcral de un pueblo fantasma. Gino se dijo que no le sorprendería ver una planta rodadora deambulando por allí. Sin embargo, no se le hizo tétrico – como le pareció que debía sentirlo – sino más bien terapéutico. Seguía haciéndose a la idea de que las cosas empezaban a cobrar sentido real, de que se trataba de algo serio. Durante el segmento del camino que había transcurrido consciente, había reflexionado un poco, asimilando más la posición y mentalidad de Carmelo. Quienquiera que hubiera revuelto la estación en primer lugar, había vuelto a buscar aquello que había puesto o encontrado allí. Quizá incluso un segundo ladrón lo había hallado y quedado para sí. Sea como fuere, se había implicado un tercero en ese problema originalmente planteado para dos; ya no podían resumir el asunto a lo que habían descubierto ellos.
En algún punto del pedaleo infinito, se le había ocurrido una idea escabrosa: si su amigo había encontrado una gorra que el tercero había olvidado allí, ¿qué le garantizaba que ninguno de los dos se hubiese dejado algo también? ¿Y si aquella pista los llevaba a ellos? ¿Qué sucedería si los encontraban? ¿Qué harían de ellos?
La tranquilidad de Franco Víctor no se le hizo tétrica por el simple hecho de que era la antítesis del torrente violento de interrogantes y paranoia que reinaba en su cabeza. Se sumergió en aquella paz, se dejó llevar por lo que un matiz cálido de frío le ofrecía.
Bajó de la bicicleta y Carmelo lo imitó. Habían llegado a la plaza principal.
—Plaza Sarmiento —denominó al espacio verde que se extendía en dos cuadras. Desde el centro y en todas direcciones se extendían caminos empedrados que llegaban a las veredas. Salpicados en sectores distantes, se descubrían juegos para los niños: toboganes, subibajas, hamacas. Incluso habían tenido el detalle de instalar hamacas a distintas alturas y preparadas para diferentes tamaños. Una estatua a caballo dominaba la plaza, vigilando a la distancia. Monumentos varios – o al menos eso parecían las pequeñas esculturas y bustos montados en plataformas y placas en el suelo – se erigían entre arboledas, y los senderos se apresuraban a comunicarlos con el camino principal más cercano. Había arbustos bajos rodeando areneros, y pinos inyectando su sombra, oscureciendo y destruyendo el pasto a sus pies.
Carmelo conocía Franco Víctor incluso mejor que a la palma de su mano, pero para Gino era un puñado de manzanas indiferenciables entre sí. Ni siquiera era capaz de tomar la casa de su amigo como referencia. No tenía la más mínima idea de dónde estaba.
—¿Para dónde? —preguntó finalmente, echando miradas nerviosas en todas direcciones, buscando algo de lo que hacerse familiar. Era inútil, y el muchacho fornido a su lado se percató de ello.
—Seguime —sentenció Carmelo, montándose una vez más en la bicicleta. —, tengo antojo de helado.
Ambos rieron, y las carcajadas resonaron – ahora sí – sepulcrales en el silencio del pueblo dormido. Eran las cuatro de la tarde y se sentían como las cuatro de la mañana bañadas por un reflector imposible.
—Mientras no haya hongos plateados abajo, por mí está bien —comentó Gino para sus adentros, en voz alta, pero ninguno de los dos esbozó sonrisa alguna.

**

La heladería se llamaba “Porter” – tal y como daba a conocer en su cartel de letras de neón gastadas – y se ubicaba dos cuadras más adentro, en sentido opuesto al que habían entrado. Desde la mesa frente al local – relativamente grande en comparación al tamaño “boutique” que lucía la mayor parte de los negocios – aún podía verse el parque, abandonado a su suerte. Era el único lugar abierto que habían visto en todo el pueblo.
El silencio que se había entablado fluía con la normalidad de una conversación, con la ligereza de la de un par de amigos cualquiera. Cada uno se había pedido su helado y se había sentado en silencio. Gino se había pedido dos bochas: chocolate y dulce de leche granizado. Carmelo había optado por una única de crema del cielo. Había tenido la intención de probarlo desde el día anterior, y lo hubiera hecho de no haberse encerrado en su casa. Muy a su desgracia, tenía un sabor que sólo pudo comparar al de confites gastados – como si hubiesen pasado tanto tiempo en su boca que habían perdido todo gusto. Se veía incluso desagradable  la vista. Pero tenía que probarlo: era la última novedad en Franco Víctor, y no solían llegar muy seguido. Generalmente, no eran muy apacibles, y aquella no era la excepción. De un celeste chillón, se veía incluso estúpido. No obstante, ya lo había pagado. No tenía más que ponerle el pecho a la bala y aceptarlo, tal y como se esforzaba en aceptar lo que sucedía a su alrededor. Claro que un gusto de helado era más fácil de asimilar que el misterio que se cernía sobre ellos, como una sombra cada vez más (profunda) oscura. Tras la partida de su nuevo amigo, no había tenido el valor de enfrentar a sus compinches en el club. Estaba demasiado alterado, y no permitiría que nadie lo viera así. La música que se transfiguraba en un aullido sin ton ni son desde las profundidades de su habitación, eso su madre podía achacárselo a un acceso de adolescencia; el hecho de que no había salido del cuarto en toda la tarde, su padre podía definirlo como una atípica – aunque normal – vagancia. Por lo pronto, no había señales de que nadie fuese a percatarse de que algo anduviese mal. En efecto, si se quitaba de la mente el recuerdo borroso y escabroso del hongo plateado brillando a la luz filtrada del sol, su psique quizá podría respirar tranquila. No era el caso: se trataba de un nudo tan intrincado y firme que había deshecho su día y (puede estar acá, podría ser un vecino – puede ser un familiar – ¿y si es papá o mamá? ¿O los dos?) su cabeza. No recordaba haber pegado ojo en toda la noche, sólo haber decidido – tras dar muchas vueltas, tanto de cama como de idea – investigar a fondo el origen del caos.
Se suponía que entonces debería estar en el club con la panda, pero también se suponía que las setas no brillaban en fondos falsos de congeladores en estaciones abandonadas. Nadie lo había visto tomar la bicicleta del garaje y pedalear hasta las afueras del pueblo. La hora era propicia: la siesta que sobreviene al almuerzo nada frugal de domingo es la más pesada e imperturbable de todas. Sería lógico que disfrutase un poco con sus amigos en jovial recreación deportiva. Pero esa lógica ya había muerto, era a su mente como una ciencia desprestigiada y muerta: algo nuevo, diferente y revolucionario, se estaba gestando en el horizonte, y él iba a ser testigo de su génesis. Después de todo, el lugar de creación le era conocido.
—¿En qué pensás? —interrogó Gino finalmente. Su amigo pudo desgranar una verdadera (¿preocupada?) curiosidad, a la cual respondió con su gesto característico.
—En todo y en nada —replicó Carmelo, con la mirada aún en la bocha de crema del cielo, admirándola con perdida ensoñación (no, pesadillez). Luego tuvo que ver a su interlocutor a los ojos, ya no con miedo, sino con desconcierto. —No sé qué podemos hacer. ¿Deberíamos hacer algo, ya puestos?
Gino arqueó una ceja y esbozó una sonrisa de desfachatez al tiempo que cambiaba de posición, soltando un resoplido de repulsión y enojo.
—Hasta ayer querías remover Cielo y Tierra hasta encontrar la causa de… lo que sea que esté pasando, ¿y ahora me decís que ya no te importa?
—No digo que no me importe —se apresuró a responder Carmelo.
—No, que ya no estás seguro, que es más o menos la misma mierda —lo interrumpió Gino. Ya había acidez en su tono, la misma que había experimentado al comienzo de su atropellada relación. Volvía a sentir la casi irresistible necesidad de pegarle y sacudirlo hasta hacerlo volver a entrar en razón. —Yo ya no estoy seguro, pero no de si tenemos que hacer algo o no, eso lo sé. Lo que no sé es si me estaré volviendo loco —su amigo le hizo un gesto para que bajase el volumen, recordándole que aquél era horario de siesta, y todo el pueblo – incluido el heladero – podía oírlo. Hizo caso omiso de la advertencia: —Podés meterte el gestito ya sabés dónde, ¿sabés por qué? Porque ya estoy hasta las pelotas de todo. De todo, todo. Hay demasiada locura, Carmelo —tuvo la leve sensación de que algo en él estaba abriendo una compuerta, una tapa que, como el fondo falso, ocultaba algo horrible y privado. Pero no le importó, era un frenesí que se extendía en trance: era más simple y mejor dejarse fluir. —Ayer vi otro. Otros, mejor dicho. ¿Te acordás de mi tía? Tiene un vivero privado, y a que no sabés que tiene plantadito en una esquina, a la sombra de un rinconcito abandonado —ni se percató de cómo Carmelo tragó saliva, aunque fue un gesto grotescamente visible, ni de cómo sus ojos se salían de sus órbitas a medida que el relato continuaba. —Sí. Su propio set de fungi de moneda de veinticinco. Una plantación de hongos plateados, Carmelo. Ah, y eso no es nada. ¡Esta segura no te la sabés! Hasta ayer no sabía que Franco Víctor existía, y adiviná de dónde son los libros que tiene mi queridísima tía. ¡Sí, efectivamente! Los imprimieron acá mismo, hace como cincuenta años. Imaginate, este pueblo existe hace más de tres veces mi edad y nunca, nunca, se le ocurrió a nadie contarme que estaba acá, a un par de kilómetros. No se ve desde la ruta, el camino para entrar está tan acogotado por el campo de trigo que lo rodea que ¡cómo la va a ver uno! A menos que sepas que está ahí, muy dudosamente lo vayas a ver. No lo había visto hasta este sábado —se rió con histeria, con una locura que hasta entonces no se había permitido, con una que asustó a Carmelo hasta lo más profundo del alma, porque era en esencia lo mismo que había ocultado a sus amigos: ¿quién le aseguraba que él mismo no habría reaccionado así de habérselo concedido? Tuvo la necesidad de callarlo, de zarandearlo, pero no se atrevió, sumido en estupefacción y admiración por su nuevo amigo. —Y ahora desearía no haberlo visto jamás.
A continuación se produjo un silencio decididamente incómodo en el que Gino bajó la mirada su helado a medio comer y medio derretir, mientras Carmelo lo observaba con detenimiento, esperando algo a lo que no sabría cómo atenerse. Nada sucedió: su amigo simplemente se terminó su helado sin emitir otra palabra. Él tampoco tuvo el valor de abrir la boca. La Crema se hizo Salsa del Cielo en su cucurucho y tuvo que entrar al local en busca de servilletas. Sus manos temblaron al sacar una. Sin embargo, se sintió aliviado de alejarse de Gino y del aura de locura que veía como un reflejo de su propia mente. Ya más calmo (relajado), pasó frente a un tacho. Lo miró por unos momentos, con un aire reflexivo y casi perdido. Arrojó dentro, junto con las tres servilletas que había usado, el helado.
—No tengo porqué aceptarlo si no me gusta —se dijo mientras salía a una tarde pintada nueva. —Bien puedo cambiarlo.

lunes, 23 de abril de 2012

-Intermedio-

Estimado público,


No me enorgullezco en comunicar que hoy no habrá capítulo de la semana. Llamémoslo diferencias editoriales, cuestiones de malos tiempos, pero en cuestión no es nada más ni nada menos que una locura que se me ocurrió: dos carreras al mismo tiempo, dos vías que demandan atención constante. Y eso significa un quilombo y un mambo en mi cabeza que sólo puede ser descrito con una expresión que aprendí hace unos días, de un compañero que más que compañero es amigo de mi Facultad: "Hace un calor de la pija parada". Sí, porque es algo que es molesto, es duro y hasta cierto punto y dadas ciertas circunstancias, vergonzoso. Es molesto el hecho de no poder sentarme a escribir o adelantar algo en la semana, porque hay sólo dos posibilidades en el período de entreguerra desde que vuelvo de Psicología y entro a Teatro: Estudiar o Dormir. Es duro haberse planteado un compromiso como actualizar semanalmente esta novela, que aunque sirva para enajenarme y vivir un rato en mi fantasía y poder comunicársela a usted, lector, a la vez que intento encontrar la voluntad para leer una exhaustivamente molesta descripción sobre la vida y obra de Sócrates y memorizar tres monólogos. Pero más que nada, es vergonzoso llegar a esta instancia, siendo las once y media, y no tener más de doscientas cincuenta palabras escritas en la ventana del Word.


Existe una cierta forma de escribir que yo uso: dejar la mente en blanco y esperar a que los personajes se relajen, se estiren un poco. Pero una vez que entran en calor, hay que seguirles el paso. Eso es lo que uno en este ámbito más disfruta: sentir que lo que uno concibió en su cabeza puede cobrar vida.
Actualmente, mi mente está en ruido blanco: hay una interferencia que son los problemas que se aparecen en el umbral de la puerta, que te observan con un dejo de malicia y curiosidad. No hay cosa más incómoda para mí que el hecho de que me vean mientras me entrego a mi tarea de la escritura — ¡qué paradójico para con mi otra pasión, actuar! , y cuando me siento enfrente de la computadora puedo visualizar a esos problemas tomar forma casi física: es la tensión que se puede cortar con un cuchillo. Lo que sangra a continuación es mi imaginación. Lo que se rebanó son los puentes entre ideas. Podría contarles con lujo de detalles lo que trataría el episodio de hoy, lo tengo grabado en la cabeza casi desde que apareció Franco Víctor en el panorama de Gino Teri.
Sí, puedo contarles, pero no relatarles.
En cambio, aquí estoy yo, frente al teclado y a la pestaña de Entradas de Blogger, quejándome como un cagón, como alguien que no quiere hacerle frente a sus responsabilidades. ¿Como un cagón? Sí lo soy, a quién engaño.


Voy a sincerarme un momento, detener el carro por una semana. Se los debo a ustedes, a usted, a quien sea que fuere a leer esto, si es que alguien efectivamente lo hace. Y me lo debo a mí mismo.


No, no va a haber capítulo de la semana. Voy a dejar entrever algo del Esteban Testino detrás del Gino Teri, de este estúpido adolescente asustado que aún no entiende que ya no está en la secundaria, que las cosas ahora tienen un balance diferente: que no concilia la relación entre un hongo plateado, Freud y Shakespeare.
.




* * *



Lo hizo igualmente. Le cedió la última campera libre, medio sin explicarse porqué y medio sabiéndolo.

Era crudo invierno y no había mucho que las ventanas que separaban al recibidor del exterior pudieran hacer al respecto. El frío los cubría con la manta que les hacía falta y los atizaba como una raya en el ártico, si las hubiera — no lo sabía; no le importaba. Aquellos que habían llevado abrigo lo habían dejado tirado, abandonado, y de ellos se había hecho un pozo común de cobertores improvisados.

Esa noche, algunos gozaron de capa doble, otros simplemente se abrazaron en busca de calor. Él pertenecía a esta última categoría, la que se retorcía en el suelo de madera hasta que la espalda se viera obligada a aceptar la incomodidad por lo que restaba de la noche. No obstante, había resistido unos cinco minutos sobre una cama de sillas hasta que el contacto del respaldar helado lo obligó a bajarse. Dio vueltas, una y otra vez; un circuito que a la hora volvía a empezar.


Cerca de las seis, una chica dejó caer una campera de polar en un movimiento brusco. Lo tomó con la desesperación y el ansia 
— la necesidad con que un muerto de hambre robaría migajas olvidadas. El contacto fue tibio; se sentía cálido contra su piel glacial. Sonrió  y se despachurró dentro, feliz.




Fue entonces, una vez Él alcanzó la comodidad o al menos la garantía de que sobreviviría a aquella noche —, que Ella se despertó. Hasta entonces había dormitado en un puf, protegida entre los brazos de un chico que la había pretendido durante el transcurso de la velada. Se descubrió desnuda ante el avance de la noche invernal, y miró en todas direcciones al tiempo que empezaba a tiritar. Lucía una mezcla de susto y miedo mezclados en su carita de Pobre Colegiala. El chico a su lado no tardó en, también, volver a la consciencia, y se cubrió con una remera vieja que sacó de Sólo-Dios-Sabría-Dónde. Él pudo verlo sonreír, casi como había hecho él mismo al encontrar la campera. Casi, pues había una pinta de brutal egoísmo   un esbozo de satisfacción puramente individual en la expresión de aquel chico. No le importaba Ella en lo más mínimo  al menos no más allá de  sus lujuriosas pretensiones y segundas intenciones.


No pudo asegurar si Ella lo había visto o no: había sucedido en un segundo, y estaba demasiado preocupada como para ser plenamente consciente de lo que sucedía a su alrededor. Pero Él sí, porque el calor del polar no lo había dormido aún, ni lo haría jamás. La miró: se la quedó viendo un rato que a Ella se le dibujó larguísimo en la cara, en aquel semblante frágil y hermoso.


Suspiró un suspiro de los que se ponen entre medio de una decisión difícil y su dolorosa puesta en marcha, y se quitó la campera. Al resbalarse de sus brazos entonces descubiertos, el material le susurró que se lo quedase, que ignorase esa expresión de terror, pues bien podía pasar la noche sin morirse de hipotermia. No obstante, un dejo de moralidad, una mancha de  humanidad y solidaridad que tenía grabada a fuego CONSCIENCIA Y DEBER, finalmente prevaleció.


Aceptó el polar sin pensárselo dos veces, sin detenerse a reflexionar si Él lo necesitaba o si a Ella le hacía falta.


La noche continuó.


Él volvió a tiritar y abrazarse en el suelo mientras Ella, con una expresión ausente, compartía su abrigo con el chico a su lado.


* * *

lunes, 16 de abril de 2012

Häagen Dazs (Reprise)

El ambiente se volvió pútrido; del aire cortante que entraba en bocanadas a causa de su respiración mal acostumbrada pasó a inspirar, con la violencia con que se intenta normalizarla (inhala ex—auch—hala, in—auch—hala exhala), algo desagradable. Era un olor agrio, pero había sido—no hacía mucho—dulce. No logró identificarlo en un primer momento: su nariz aún estaba acostumbrándose a la tarea de mantener los pulmones en funcionamiento, y en su cabeza aún retumbaba la viva imagen de aquella cosa de ojos saltones. ¿Por qué lo perseguía? Y más importante, ¿por qué ahora? Había tenido dieciséis años para acosarlo, como también había tenido Franco Víctor para ser nombrado (hola, sí, Gino, ¿sabías que mis paseos matutinos son siempre a un pueblito, a unos cinco kilómetros del Aragón, del que nunca te hablé ni pienso hacerlo? Ah, y los libros que acá leés desde que tenés uso de razón y capacidad lectora, por supuesto, los imprimieron ahí. Por cierto, ¿me había olvidado de decirte también que tengo…?)
¡Splat!
Fue una mezcla del sonido que hace un escupitajo al impactar en el suelo y el que grita el agua cuando uno se zambulle. El sonido le despejó la mente al instante y entonces se percató de qué era el hedor que flotaba en la estación: los helados que él mismo había arrojado con violencia en estado de trance. Acababa de pisar el charco que había hecho uno al derretirse. Un manchón marrón nacía de un pequeño balde (reventado) pisado.
Giró en derredor y observó con detenimiento la estación. Se dijo que era imposible saber si estaba igual que el día anterior o más revuelta aún. ¿Habría vuelto, lo que fuera que hubiese sido, a la escena del crimen? Tragó saliva cuando la vista de las heladeras con los vidrios salidos dio paso al congelador. Esa misma sensación del alma cayéndosele a los pies lo asaltó. Era la necesidad de verdad latiendo, vuelta loca en sus entrañas. Casi pudo ver a su locura, maniatada a algo que se le hizo una camilla. Cuando sus pasos chapotearon su avance al sitio maldito, sintió una mordaza desprenderse. Alaridos rabiosos, risas histéricas, chillidos inconexos empezaron a hacer eco en los auriculares que Ethel Merman aún habitaba. “Aún tengo mi salud, /así que poco me importa” afirmaba. Por su parte, él no estaba tan seguro de que, en caso de que continuara, la fuese a conservar por mucho más tiempo. No recordaba si Carmelo había dejado o no la tapa del fondo falso en su lugar, y temió que aquello fuera a detenerlo. ¿Tendría el valor para retirarla? Dudó en el anteúltimo paso. No se atrevía a mirar a otro lugar que no fuese adelante, a la altura de sus ojos (más abajo no, no antes, NO). Sus piernas se paralizaron en protesta y por unos momentos, ante cualquier tentativa de continuar, las sintió agarrotadas, pesadas y (dormidas) astilladas. Dejó escapar un suspiro y la vista al techo. Quizá no debería avanzar. A lo mejor, lo que debía hacer era subirle el volumen al Walkman y salir pitando; luego encerrarse en El Aragón hasta que llegara el lunes. Sí, se tomaría el colectivo de vuelta a primera hora y adiós locura. No más Franco Víctor, ¿quién vio un hongo fosforescente? ¡Definitivamente, él no!
Pero los pies no se dignaron a girar incluso con aquel pensamiento brillando con la intensidad de una marquesina, porque, por supuesto, era una idea tan estúpida como sólo un par de letras luminosas podían serlo en aquel momento. Una sonrisa inconsciente se le había asomado en la boca ante la posibilidad de abandonar toda búsqueda. No se había dibujado al darse cuenta de lo inútil que sería hacerlo. No, era una frase de un libro que se le hacía maldito y sagrado a la vez lo que había suscitado su expresión: “La juventud es la estación de las soldaduras prontas y las cicatrizaciones rápidas”. El contexto de aquella afirmación se había perdido hacía mucho, pero aún persistía la noción de que, cuando Víctor Hugo escribía, escribía con todas las letras. Sí. Quizá con un poco de terapia podría asimilar toda la situación. Y, mientras tanto, intentar resolverla—quizá acompañado por Carmelo. Hasta podría volver el fin de semana siguiente, y continuar esa investigación. ¡Claro!
¡Splat!
Sus piernas se habían movido. La izquierda dejó atrás a la derecha, y luego la primera volvió a hacerse valer. La sabiduría de hacía casi ciento cincuenta años imponiéndose a un cuerpecito de dieciséis. Se preguntó cuánta más haría falta para que dejara de ver el reloj en la pared y se dignara a bajar los ojos al congelador. Los segundos de silencio que dividían las pistas 10 y 11 le dieron a aquel momento una gravedad sombría. Tragó saliva. Suspiró. Fue un movimiento brusco con el cual bajó la cabeza, pero no alcanzó a marearlo. Descorrió la tapa de plástico: la placa metálica que constituía el fondo falso seguía allí. Tuvo que meter medio cuerpo dentro para alcanzar los bordes, y empleó un largo tiempo en intentar moverlo. Los dedos le temblaban y tenía las manos tan transpiradas que (plancha de mierda) se le resbalaba. Al quinto intento, una gota de sudor le bajó por la frente hasta el ojo, y casi causó que se agarrase el dedo bajo el fondo falso. Estranguló con rabia los auriculares, sin contener un bufido gutural casi animal, y los guardó en la riñonera. Se secó la frente con el pulóver que se había puesto y resistió el impulso de quitárselo. Iba a congelarse, se aseguró, y ya sería suficiente cuando la adrenalina del momento se pasara y toda esa capa de transpiración que llegaba desde la nunca hasta recorrerle la espalda completa se enfriara.
Sus gruñidos y las caídas del metal resonaban en el silencio críptico que reinaba en la estación. El viento ya no soplaba fuera: estaba quieto, expectante. Hasta cierto punto, sintió que los peluches—o al menos los que aún estaban en su estante, al otro lado del lugar—lo observaban. Algunos con terror, otros con pesar, y seguramente unos cuantos con ferviente curiosidad.
La décima—venía contando los intentos desde la cuarta vez, en la que Ethel lo había abandonado— fue la vencida. El instinto le hizo cerrar los ojos cuando finalmente levantó el fondo falso. Presionó con firmeza los párpados, esperando un aire fétido y horrible subir desde las profundidades del congelador.
No hubo tal cosa. Abrió los ojos. Sintió que el alma no se decidía a caer o no, y que la locura se aferraba de las tiras que la habían mantenido prisionera—e incluso observaba con incredulidad y temor. El fondo estaba vacío. Arqueó las cejas en un gesto de incredulidad mezclado con un asco cuyo origen no pudo discernir. ¿Era hacia la decepción? ¿Se sentía engañado u ofendido? Una gruesa gota de sudor cayó en el lugar exacto en el que aquella formación brillante había estado tan sólo un día antes.
¡Splat!
Él no había retrocedido.
¡Crac!
El corazón comenzó a latir en un miedo galopante. Se incorporó.
¡Splat!
Había algo más allí con él.
¡Crac, crac!
Era ese algo que había dado vuelta la estación; lo sentía en el ominoso avanzar, en aquellos ruidos que…
¡PAF!
Algo explotó, y temió que fuera el impacto de su locura al liberarse completamente. Abrió los ojos como platos y los dirigió con locura en todas direcciones. Las manos se clavaron y aferraron a los bordes del congelador al tiempo que comenzaba retroceder hacia las heladeras de las puertas descolocadas. En la otra punta de la estación, desde donde los peluches lo veían,  una sucesión de góndolas—giradas en diagonal, volcadas en el suelo e inclinadas unas sobre las otras—formaban una pequeña barricada que constituía un escondite y un laberinto más que una trinchera. Sin despegar los ojos de aquel conglomerado caído, tanteó dentro de la heladera hasta encontrar lo que buscaba. Tomó dos y sintió alguna clase de valor crecer en él. Bien podía ser estupidez, ya que a esas alturas no podía ni quería diferenciarlas. Bajó una, y extendió la otra: el culo de una botella de vidrio de dos litros de Coca-Cola apuntaba a la formación de góndolas.
—¡Quién anda ahí! —no era una pregunta, era una demanda que tampoco constituía más que un ladrido desesperado y asustado. Lo escuchó a estéreo y su respiración se aceleró, entrando nuevamente en bocanadas pútridas e irregulares.
No pensó, simplemente arrojó la botella que había dejado a sus pies y blandió la otra en el aire como si se tratase un bate. La primera se hizo añicos y el impacto reverberó, hueco, en la habitación. El salpicar de la gaseosa se confundió con el ¡splat! que había hecho Gino al avanzar sobre un charco de helado carísimo. El estallido de la botella reforzó aquella emoción que ahora se le dibujaba como adrenalina, y sintió el desmadre de su razón peligrosamente cerca: se estaba acercando a lo que fuera que había pasando el mostrador. Había creído oír un grito, pero ya no estaba seguro. Lentamente, dejó de ser consciente de sus movimientos; volvía al trance.
Entonces apareció, de la nada.
—¿Estás loco?
Carmelo surgió de entre la barricada, con el brazo izquierdo aún cubriéndose la cara. Gino bajó la botella y la depositó en el suelo, incrédulo. No supo qué contestar porque, hasta cierto punto, lo había estado. Simplemente escupió:
—¿Qué hacés acá?
—Te preguntaría lo mismo, y qué hacés revoleando botellas de vidrio, pero creo que ya sé —hizo una pausa y barrió con la vista el lugar antes de volverse hacia su amigo—. Lo viste.
Se encontraron frente al mostrador. Carmelo tenía los rulos alborotados e inflados, una campera de cuero y unos jeans ennegrecidos por la mugre, pero el rostro impasible como siempre. Gino hizo una mueca y miró en otra dirección. Se sentía profundamente estúpido. ¿Qué pensó que podía ser aquello?
—Más bien no lo vi —replicó finalmente, aún con la mirada en los helados esparcidos en el suelo. —¿Qué pasó acá?
Esta vez lo veía directo a los ojos, escrutando en busca de alguna respuesta y, secretamente, rencor. Se lo merecía, había sido un idiota el día anterior, después del almuerzo.
—Me gustaría saberlo. Iba a averiguarlo cuando escuché a alguien venir gritando hasta acá.
Gino se puso rojo de la vergüenza. No recordaba haber cantado en el trayecto, pero tampoco nada más que aquellos ojos saltones y rostro marmolado. Lo que sí sabía era que no podía simplemente escuchar cantar a La Merman sin unírsele.
—Me escondí, esperando que… que volvieran —hizo una pausa y fue bastante visible cómo tragaba saliva. Gino seguía viéndolo a los ojos, y notó cómo se le tornaban vidriosos. Hizo una pausa y desvió la mirada, primero hacia el congelador, y luego hacia las góndolas. —Ellos estuvieron acá, Teri —le puso una mano temblorosa en el hombro del pulóver y aquel fue el primer momento en que Gino pudo, efectivamente, leer ojos. Fue una sensación extraña, como una palabra escrita en forma de imagen, un sonido que aullaba hueco. El miedo le cayó como una lágrima. —No fue una cosa, fueron… personas. Se lo llevaron. No hay ni rastro, ni una puta raíz que titile, Dios. Nada, nada, ¡NAD…!
Carmelo no se percató de que estaba gritando, de la misma manera que su amigo tampoco se dio cuenta de que iba a darle una cachetada hasta que lo hizo. Su brazo se movió como un extraño: algo, por fuera de él, había tirado de un hilo y su mano simplemente había seguido el impulso. Una vez cometido el acto, primero se miró la palma con incredulidad, y luego volvió a su amigo con una mezcla de asco y lástima (y miedo) secándole la boca. Carmelo estaba simplemente perplejo y se acariciaba la mejilla roja como por inercia. Abrió la boca, pero no encontró palabras. La cerró y simplemente se metió una mano en el bolsillo izquierdo de la campera. Sacó una gorra negra y se la extendió. Gino la examinó, intentando comprender qué importancia podía tener. Tenía unas iniciales descosidas y estaba raída en varios lugares. Miró a su amigo, y volvió a leer miedo en sus ojos.
—Eso no estaba acá ayer —dijo Carmelo, y el alma de su amigo finalmente se decidió a caer.

domingo, 8 de abril de 2012

Life is Just a Bowl of Cherries / Dieciocho kilómetros con Ethel Merman

Tuvo que lavarse los dientes tres veces antes de que el agrio regusto del vómito se le fuera. Claro que ni aunque se cepillara mil veces podría limpiarse el asco. Era casi como la suciedad que había sentido al arañar el punto, simplemente inamovible. No recibía una imagen clara de lo que había sido su almuerzo, se mezclaba en una bruma dorada, un sol brillante detrás. Le costaba conciliar la imagen del queso con los hongos, y cada vez que lo intentaba sentía el comienzo de las arcadas. Se detenía, tomaba aire, y volvía a ponerse pasta de dientes.
Su tía no acudió a ver cómo estaba; no tenía porqué hacerlo, jamás lo había hecho. Era de la clase de persona que simplemente se encoge de hombros cuando uno llora, el tipo de mujer de quien jamás se esperan palabras de aliento ni mucho menos de preocupación. Lo más cercano a una ayuda en tiempos de enfermedad que Gino había conseguido había sido que le tirase por la cabeza una tableta de aspirinas; sin embargo, cuando estaba resfriado, le dejaba un paquete de pañuelos descartables sobre la mesita de luz. Jamás podía agradecer estas curiosas formas de casi maternal cariño: ella jamás reconocía haberlas realizado.
Fuera de esto, era una dama bastante sensata en cuanto a sus hábitos humanitarios: nunca reponía el papel higiénico cuando se acababa ni le ponía a otro su bebida en la heladera, pero siempre aportaba consejo cuando se lo pedía—y cuando no, también. Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que lo había sermoneado sobre la gravedad de ciertas acciones antes de que incluso se le ocurrieran. Su tono ligero y despreocupado—a veces simplemente desfachatado—, se volvía de repente solemne y profundo. Era una Señora hablando y se la escuchaba con atención; si la seriedad con la que movía las palabras no garantizaba ser escuchada, su tía empleaba los ojos: fríos, sabios y penetrantes. Cuando la lección acababa, uno se sentía más adulto, más igual. Si bien era la familiar más divertida y curiosa que tenía, aquella mujer se garantizaba ser la más respetable. Sus padres se hacían con legitimidad, claro, pero sólo por el hecho de ser sus progenitores y dueños del techo sobre su cabeza; la Tía se ganaba el alma de un niño con su voz chillona y comentarios chistosos, la de un adolescente con sus silencios cautos y su aguda frialdad, y la de un adulto con su manejo y aparente prosperidad. Uno no podía evitar confiar en ella y, aunque en la más sutil de las maneras, quererla.
La voluminosa mujer le arrojó una toalla cuando, harto, dio por finalizada la infructuosa sesión de limpieza de sus dientes. Apenas pudo ver nada, pues el algodón blanco lo cegó por unos segundos y luego, cubierta su cabeza y su visión, oyó los pasos de los zuecos contra el mármol del recibidor. El chirrido de la puerta anunció que había vuelto a la filmación. Los gritos mezclados en inglés y español lo confirmaron. Se quitó la toalla y se quedó mirando su reflejo en el espejo ovalado por unos momentos. Se dijo que no era feo—al menos no tanto, dada cierta iluminación y desde determinados ángulos. Su cabello castaño chamuscado en negro se estaba revolucionando: creyó ver que se ondulaba en las puntas. Se le habían formado ojeras rodeando una nariz pequeña y puntiaguda. Pecas y acné se confundían en sus cachetes—no eran muchos (un poco menos de chocolate y tal vez ya no los vea), o al menos no le parecieron con la luz del foco sumada a la del mediodía. El color de sus ojos era decididamente común: marrones tirando a ámbar—sólo que no tiraban con demasiado empeño. No pudo evitar alejarse un poco del lavatorio y mirarse la panza. No estaba allí, o al menos no en las proporciones en las que había estado el verano. Desde que había tomado la determinación de tomar clases de natación, las curvas de su cuerpo se habían (paulatinamente) suavizado (pero no, la cadera no, sigue ahí). Había mantenido los hábitos; continuaba vistiéndose con ropa holgada, pero ya no (no mucho) necesitaba sentirse seguro detrás de ella. Se dijo que era la fuerza de costumbre, y la falta de iniciativa para comprar ropa nueva. Le sonrió al espejo y dejó lucir una dentadura perfecta, quizá su único orgullo. Todo diente estaba perfectamente alineado y su expresión era simplemente encantadora. Podía no creer los halagos de su tía en cuanto a su canto, los acertados comentarios respecto a su baja de peso, las observaciones lascivas hacia el color de sus irises, pero había algo en lo que confiaba ciegamente: su sonrisa. No obstante, nunca venía mal que un espejo se lo recordara.
Descorrió las cortinas de la ducha y se paró sobre el pequeño escalón que evitaba que el agua inundara el baño. Más allá del tragaluz, el equipo volvía a poner a punto las cámaras. Valentina no estaba con ellos, y cuando lo notó sintió un leve estremecimiento. Se preguntó si aquello no estaría directamente ligado al hecho de que estaba haciéndose a la idea de que posiblemente estuviera enamorado de ella. ¿O sólo le gustaba? ¿O había algo más en el punto, algo que no alcanzaba a comprender? Se dio cuenta de que estaba frunciendo el ceño y se alejó del tragaluz. Suspiró y volvió los pensamientos a aquella mañana, en una breve y dolorosa recapitulación. Casi sintió el aire helado nuevamente y entonces notó que fuera el clima estaba (suave) templado. Un escalofrío le recorrió la espalda y la mente con la imagen de aquellos grandes y desorbitados ojos saltando de un rostro casi… ¿marmolado? Rió ante la palabra que se le conjuraba ante aquellas manchas de piel. Lo más divertido era lo acertada que se le hizo. En el pensamiento se le resbaló otro: que las manchas claras eran casi grises, opacas—el total opuesto a la porquería fluorescente que su tía guardaba en su jardín y la estación en su heladera. Luego recordó a Carmelo, y cómo había pensado en llamarlo e informarle sobre su hallazgo. Se sacudió la imagen de la cabeza a mitad del pasillo, y se quedó mirando la puerta de su pieza. Siempre la había supuesto de roble, sin preguntarse porqué. Frente a la suya, la entrada al vivero resplandecía al sol que se colaba entre los paneles. Era un gran cristal que chocaba con el resto de la habitación. El alfombrado se recortaba en el umbral de aquel jardín privado, casi como si quisiera alejarse del lugar.
—Y con razón —pensó en voz alta.
En un primer momento, reprimió el impuso de entrar, de asegurarse de que sí, que efectivamente estaba allí: de que la misma cosa que había aparecido en una estación abandonada y patas arriba, escondida en el fondo de un congelador repleto de helados perfectamente apilados, estaba en un rincón del vivero de su tía. Entonces recordó una canción que había aprendido a fuerza de canturreos de la dueña de casa.

La vida es sólo un bol de cerezas,
No te lo tomes a serio,
Es todo un gran misterio.

Abrió la puerta vidriada y dirigió la mirada a un lugar que conocía bien. Sus ojos no dudaron, sabían adónde ir. No contuvo una mueca, tampoco sonrió. Algo le bajó por la garganta, sin gusto y pesado (el alma a los pies). Seguía ahí (¿por qué me sorprendió?). Brillante, casi dorada, de un color indecible e indescriptible. La luz del sol le confería un aspecto tétrico, misterioso y amenazante. No metió más que la cabeza para espiar. El resto de su cuerpo seguía en el pasillo. Observó aquella cosa por un momento, y la fugaz idea de que posiblemente aquello fuese normal se desvaneció tan rápido como llegó. Un pensamiento viejo la empujaba: ¿el qué había puesto patas arriba la estación?
Una corriente de decisión casi eléctrica le atravesó el cuerpo en una ráfaga que le quitó la respiración: iba a averiguarlo. Su tía no iba a hablarle de Franco Víctor, al menos no en ese momento ni tampoco en aquel fin de semana. De lo que se enterara, sería por sí mismo. Mientras atravesaba el pasillo e ingresaba en su habitación, se dijo que a duras penas había alcanzado a comprender la situación. Claro que entendía que había un hongo fosforescente persiguiéndolo, aseguró mientras metía un paquete de papas, el móvil y una botella de agua en una mochila vieja que parecía haber reposado eternamente junto a una cómoda. Le habían parecido peculiares las circunstancias en que había hallado aquellas cosas, reflexionó mientras rebuscaba en el placar frente a su cama por una riñonera. Lo que hasta aquel momento no había asimilado, y su amigo sí, era que aquello era inquietante; había recibido unas dosis de adrenalina ante la posibilidad de aventura, pero no se había detenido a pensar que estaba en sus manos descubrir qué sucedía. Ambos debían hacerlo, y Carmelo se lo había tomado tan a pecho que se había visto afectado—quizá pensando que se trataba de una tarea a realizar solo. Sintió un hilo de vergüenza en la boca, oxidado y amargo como sangre.  No sólo no lo había apoyado, sino que se le había reído en la cara. Ni siquiera había digerido su posición en el asunto en cuanto vio las plantaciones secretas enterradas en un rincón oscuro del vivero privado de su tía. Al reverso de un libro había visto el nombre de un pueblo que había permanecido secreto durante dieciséis años, y nada (Mira vos, lo imprimieron en el mismo lugar donde almorcé esta tarde, ¡qué bien!).
Recogió del estudio los discos de Ethel Merman que había separado y colocó uno en el Walkman que había guardado en la riñonera gastada. Guardó el resto en la mochila y se puso los auriculares. El misterio se resolvería, empezando por la primera escena del crimen.
Salió al patio y nadie se dio la vuelta para verlo. Emma estaba recostada contra el cerco, igual que como la había encontrado el día anterior. Tan calma—tan serena—que no podía ser ella misma. Se dirigió al galpón principal, el trastero del terreno. Al entrar, tanteó con violencia la pared hasta encontrar el interruptor. Hubo miedo en aquel momento, el tipo de miedo irracional a la oscuridad del que uno muy difícilmente puede desligarse. Y claro, la historia personal de aquella habitación. Pero ahora podía refugiarse en la tenue iluminación que el único foco allí le daba. Localizó al instante la bicicleta de su tía y la sacó lo más rápido posible. Durante un segundo se debatió apagar o no la luz. Finalmente lo hizo, y cerró la puerta con la misma velocidad con la que correría hasta su cama tras apagar la de su habitación. Un acceso de adrenalina lo recorrió, y se subió a la vieja bicicleta antes de que se pasara. Estaba dura, tan oxidada como él, y sin duda costarían las primeras pedaleadas. No miró atrás, nadie podía estar viéndolo. Su tía trabajaba, los camarógrafos también. Muaka dormía en algún lugar del campo, ajeno al mundo. Se olvidó de preguntarse qué estaría haciendo Valentina y en dónde.
Annie Oakley les cantaba a los muchachos Moonshine Lullabye desde la garganta sagrada de Ethel Merman cuando Gino dirigió un último vistazo al terreno antes de encarar el camino que llevaba a la ruta. A su derecha, los terneros pastaban tras su cerca. Desvió los ojos hacia allí por un segundo y cruzó la mirada con uno de ellos. Ojos vidriosos le devolvieron pesar—no estaba bien. Ninguno de su rebaño estaba muy en forma, todos lucían demasiado flacuchos y débiles. Pero ninguno como aquel. Las costillas no se le marcaban, sino que parecían intentar escaparse de aquel capullo de piel vacío. Se veía tan consumido que le hubiese resultado imposible mantenerse en pie. Había un dejo de tristeza que lentamente se mezclaba con resignación: el ternero estaba aceptando el hecho de que iba a morir. Iba a esperar a la muerte allí, solemne y calmo. Gino se dijo que a aquel animal le hubiera gustado dar un resoplido final, unas últimas palabras de congoja que constituyeran un insulto al universo por ser tan cruel. Pero el animal no lo dio. Simplemente se quedó ahí, consumiéndose poco a poco, muriendo con aberrante lentitud. La idea de que a su regreso aquel joven animal (la juventud acabada, podría tener mi edad) ya no estaría del lado de los vivos no se acalló ni con el torrente de voz que le llegaba desde los auriculares.


No fue hasta la mitad de su camino, con las piernas entumecidas de tanto pedalear, que La Primera Dama de la Comedia Musical volvió a escucharse en sus oídos, y la imagen del ternero en sus últimas horas fue borrada. Había hecho una pausa para tomar agua y cambiar el disco por segunda vez. Todavía quedaba un largo trecho en aquellos dieciocho kilómetros con Ethel Merman.
Faltaban unos segundos para que retomara el paso en la bicicleta cuando escupió la totalidad del agua que tenía en la boca. Durante un momento, no pensó, simplemente temió. Abrió los ojos como platos y gritó—aulló con todo el terror con que puede aullar uno cuando se ve en una situación ridículamente horrible y de la cual es aparentemente imposible de escapar (es una pesadilla, es una pesadilla): dio un alarido hueco.
Cuando hubo llegado a la estación, poco menos de media hora más tarde, se dijo que no recordaba haber sentido nunca tan profundo dolor en las piernas. Los músculos estaban tan tensionados que no dejarían de dolerle en todo el día. Si había pedaleado como entonces, la memoria hacía bien en ocultárselo. El dolor era punzante y terrible, mas nulo comparado con la visión de aquellos neuróticos ojos saltones, amarillentos e inyectados en sangre, observándolo de entre los cultivos de trigo al costado de la ruta.
Su mundo—y su propia mente—se le escapaban, se volvían locos.
A Ethel, por su parte, le parecía que todo iba a ser rosas.

lunes, 2 de abril de 2012

Del Punto, el Baño y el Queso Azul

El camino de vuelta se reemprendió en solemne silencio. Valentina se había secado las lágrimas, pero aún sollozaba un poco, su mirada perdida en el suelo—demasiado aterrada para mirar a su alrededor. La delgada línea de tierra removida los acompañaba, en apariencia más ancha que antes. La muchacha se dijo que entonces, incluso antes de volver a la bifurcación, había lugar para que dos personas caminasen una al lado de la otra. Era una idea sombría que le recorrió la espalda como un escalofrío; apretó aún más la mano de Gino, que iba detrás arrastrando los pies. Bien podría su amigo caminar a su lado también, pero su orgullo no permitiría que la viera en aquel estado. Por otro lado, la respiración del joven aún sufría baches, entrecortándose con gimoteos ahogados. La vergüenza era mutua.
Ninguno de los decía nada, y se decían todo.
Durante un minuto, cinco, o tal vez horas, la maleza había escuchado con atención a su desesperación tomar cuerpo y correr gritando. Indistintamente, en un segundo se habían separado en la incomodidad que sobreviene al llanto. Ahora ambos avanzaban sin emitir sonido alguno, limitándose a escuchar sus propios pasos y respiraciones, absortos en el silencio sin darse cuenta. Cada tanto, algún arbusto bajo o una rama cercana se movía más de lo normal con la brisa y ambos volvían la cabeza en un reflejo violento, casi animal (como los de Muaka). En esos momentos se percataban de lo autómata de su caminata, de la misma manera que en un segundo de desconcentración uno nota los bordes de la pantalla y sale de la realidad de la película que está viendo.
Eran las diez y cuarto pasadas cuando Gino vislumbró la valla nuevamente, resaltando blanca entre absoluto, infinito verde. Tuvo que volver la mirada a su reloj tres veces para fijar la hora en su cabeza. Para entonces, su amiga ya no lo sujetaba de la mano, pero aún vacilaba un poco al andar. Su propia respiración seguía un poco entrecortada, y se dijo que sólo una vez se encontrara fuera de aquel tortuoso y abandonado camino podría inhalar y exhalar con normalidad. Se había calmado, y ambos habían disfrutado de un calmo y apacible silencio hasta llegar a la Y que había dado comienzo a todos los problemas. Con sólo un vistazo a la alternativa que no habían elegido, un acceso de llanto le colmó la garganta y volvió a anudársela. Lo contuvo y lo estranguló, padeciéndolo como una puñalada a su cuello. Si Valentina hubiese estado prestándole atención en aquel momento, no hubiese oído más que una fuerte y sonora inspiración. Pero no oyó nada, y uno se arriesgaría a pensar que tampoco sentía nada más allá del suelo a sus pies, atravesado por raíces y hierba. Se trepó a la cerca sin mayores gracias; el obstáculo estaba constituido por una cuadrícula rectangular de madera a duras penas pintada y clavada en su sitio. Gino ni siquiera la miró colocar los pies en las rendijas de la burda construcción. Estaba perdido en algo que no alcanzaba ni quería comprender (¿Qué era? ¿O quién?). A mitad de la recta final del camino, cuando las astas del molino empezaron a hacerse visibles en la distancia, se preguntó cómo había pasado la valla.
Valentina vio la puerta que llevaba al galpón de los tractores y, por primera vez desde que—con un pensamiento nublado y horrible ardiendo en su cabeza—había dejado caer la primera lágrima y suspirado el primer sollozo, se percató de que estaba respirando, y como muchos en semejante situación, se preguntó cómo había hecho para no ahogarse hasta aquel momento. Bostezó sin molestarse en taparse la boca y se abrazó; la cazadora era fría al tacto de sus manos desnudas, pero reconfortante al fin. Se dejó estremecer por algo que sabía que no era el aire helado que los había rodeado todo el trayecto, y se aferró con mayor firmeza al cuero marrón; no pensó, así era más fácil. Cuando se toparon con la herrumbrada puerta roja, se hizo a un lado y su amigo la abrió, cabizbajo. Intercambiaron una mirada inexpresiva e inquieta y la chica comprendió que debía ir primero. Ambos suspiraron, se vieron a los ojos nuevamente, pero no hablaron por un momento.
—Te espero a la noche —comentó finalmente Vale y, mientras la joven atravesaba el portal, Gino contuvo una mueca al recordar aquella piel tan oscura y misteriosa como un cielo estrellado.
—¿Caemos tipo nueve? —en su tono no había inflexión de temor (perturbación) detectable, hablaba ajeno a lo que revolucionaba su cabeza.
—Dale, así le das tiempo a tu tía de que se le pase la locura del día.
Valentina acercó la cara para despedirlo y su amigo le dio un beso en el cachete.


La Tía lo esperaba en la cocina, tomando la segunda parte de su desayuno mientras observaba, implacable, cómo los del canal volvían a establecer un estudio en su patio. Muaka le hacía compañía, respetuosamente sentado al lado del pote de queso untable—al cual echaba constantes miradas furtivas—, mientras se recostaba en dirección al ventanal. La mujer subía y bajaba maquinalmente una taza de té, concentrándose en el hecho de que, al salir, debía civilizarse—cosa vilmente vulgar. Ambos dieron un salto cuando la puerta delantera se cerró con estrépito. El gato envió los ojos hacia el umbral que conectaba la cocina con el recibidor y volvió casi instantáneamente la mirada al pote; la Tía, en cambio, echó al animal de la mesa y se dispuso al encuentro de su sobrino. Sin embargo, el adolescente pasó directamente—y casi  corriendo—al baño; al instante, un grabador comenzó a bramar melodías de Irving Berlin. Emma dejó traspasar una mueca de perplejidad y volvió a la mesa, donde acarició a un reincidente Muaka.


Lo curioso del baño es que se convierte en una habitación cuyo propósito trasciende las necesidades para las cuales fue creada. Ya fuere sentado en el inodoro, recostado en la bañera o parado en la ducha, uno suele dejar de concentrarse en la razón por la cual entró, y acaba por salir a su mente. Es un lugar de reflexión y relajación, donde uno es total y completamente libre de enajenarse. Suele haber revistas o libros, o en su defecto, equipos de música. No obstante, en cualquier caso uno siempre puede distraerse con sus propios pensamientos. En el de Gino, la acústica que producían los azulejos se reflejaba en su mente descarriada: baladas de White Christmas, ritmos pegadizos de Annie Get Your Gun y cinco variaciones de Alexander’s Ragtime Band se entremezclaban con aquella cara moteada en manchas horribles. Interrogantes confusos salían entre gritos que acompasaban voces afinadas, pero no volvió a derramar una lágrima. Se percató, mientras canturreaba distraídamente Anything You Can Do, de que, más que miedo, en aquel momento sentía rabia: una especie de odio crudo y descanalizado; no estaba seguro de qué producía esa bronca, ni hacia dónde debería dirigirla. También notó que se sentía sucio, y tampoco comprendía la causa. No había sentimientos impíos hacia Valentina, al menos no lo creía así. Inocentes miradas que dirigiría a cualquiera. Claro que aquella chica no era cualquiera. El jabón se iba desvaneciendo de su cuerpo con la espuma, pero el agua no borraba aquella idea oscura, casi profana (el punto) que no se atrevía a ver. Ahora La Merman—Primera Dama de la Comedia Musical—, aullaba algo que, incluso en su perfecta dicción, resultaba imposible de desgranar. En su voz firme y segura, la mujer cantaba sobre amor, sin la más mínima inflexión en su voz, o al menos ninguna que él pudiera sentir. La idea se cubrió de vapor. Infligía menos miedo así, e incluso tentaba a desempañarla. El agua lo golpeaba en la cara y le recorría la espalda en una mezcla de frío y calor: quemaba la piel, pero no sentía más que un escalofrío molesto. Se apartó el pelo de los ojos, lacio y sin vida, y perdió la vista en las cortinas por un momento, con aquella incómoda sensación recorriéndole el cuerpo. Extendió una mano y tocó el punto. La mugre comenzó a vibrar y una pregunta se hizo visible, casi palpable: ¿era un baboso sin remedio?, o ¿gustaba de su segunda hermana?
Cerró la canilla y apagó el grabador.


La Tía comenzó a gritar hacia la una y media y la filmación tomó un receso para almorzar antes de las dos menos veinte. La pastura encerrada entre la casa, el conglomerado de galpones y el campo de cultivo volvía a ser un mar de cables. Las cámaras observaban con detenimiento cada movimiento dado dentro de El Aragón. ¿Qué más había que grabar? Gino desconocía cuántas tomas eran necesarias para que el documental fuera viable, pero algo le decía que aquel equipo había agotado hasta la última variación. El muchacho se había pasado hasta entonces la mitad del tiempo separando discos de Ethel Merman en el estudio y hojeando en la cocina una novela de Stephen King que su tía conservaba, perdida, entre libros de texto. Cada tanto despegaba los ojos de las páginas para ver, a través del ventanal, al equipo de documental ejecutar escena tras escena, toma tras toma. Valentina se veía absorta en su tarea, tan entretenida que incluso sonreía; no parecía la misma que había regresado con él. Se preguntó si a su amiga no se le darían esas cosas. Quizás aquel fuera su sueño: ser directora o camarógrafa o… No estaba prestando atención a la lectura. Cuando se percató de lo que acontecía entre sus dedos, en páginas amarillentas y añejas, tuvo que dejarlo. Cujo, una historia sobre un perro diabólico, familias disfuncionales y amoríos. El matiz perverso de Stephen King se le había escapado hasta llegar inocentemente a la primera escena de sexo. Entonces tuvo que dejarlo, demasiado asqueado al recordar el punto que tan débilmente había asumido. Por fortuna, la Tía volvió a la casa momentos después de haber regresado el libro a su legítimo hogar; no tuvo tiempo para divagar y pensar de más.
Él no tenía demasiada hambre ni ella muchos ánimos para cocinar, de manera que su almuerzo consistió en fruta y sándwiches de jamón en pan casero de hacía dos días. La Tía había entreabierto el ventanal y Muaka se había sumado para comer. Gino estaba tiritando por dentro, pero optó por no comentar sobre la posibilidad de cerrarlo: la mujer estaba roja en rabia. Incluso el gato había tomado precauciones y se había sentado del lado del muchacho, con quien intercambiaba miradas nerviosas. Fue acariciado y convidado con el queso azul que su tía había estado preparando desde hacía tiempo. El almuerzo se sucedió entre charloteo vacío y maullidos suplicantes. Las risas se acompasaron al recordar el concierto de la noche anterior y su desenlace.
—No le des más a ese rasposo, que no se lo merece —señaló la Tía con falsa gravedad, mientras se cortaba un poco de queso.
—No tiene la culpa de que le guste, es un gato —replicó sonriente su sobrino, sirviéndose una gran porción para él y desprendiendo un pequeño pedazo para Muaka.
El felino lo devoró con ahínco y volvió a clavar sus ojos azules en los irises ámbar de Gino, demandando más. El joven miró el trozo que aún conservaba; rodeando el mordisco, podía ver aquellas manchas de color verde grisáceo, casi azulado, que hacía al queso especial, y se descubrió ignorante de qué era.
—¿Qué es lo verde? —inquirió, arqueando una ceja.
Su tía lo observó con detenimiento y perplejidad, en una expresión muy similar a la que el colectivero le había dirigido cuando había preguntado qué se proponían los piqueteros el día anterior.
—Es una especie de moho. Penicilli algo se llamaba, no estoy segura.
—¿Moho? —soltó Gino, asqueado.
—Sí, ¿qué te pensabas que era? ¿Verdurita picada? —respondió la Tía con brusquedad—. Son algo así como hongos —el rostro de su sobrino empalideció repentinamente—, crecen en…
El estómago le dio una voltereta en sus entrañas y sintió cómo los sándwiches, guiados por el queso azul, buscaban la salida de su cuerpo de regreso por la garganta. La panza le crujió, se contrajo y gritó. Mareado, se tapó la boca y, tambaleándose, corrió al baño. Su saliva se tornó salada, casi ácida, y supo que, si no llegaba a tiempo, iba a tener que fregar el piso.
La Tía se mantuvo sentada. Impasible, se encogió de hombros y, sin molestarse en contener una sonrisa, tomó la generosa porción que su sobrino había dejado en el plato.
—¿Querés? —le ofreció al gato, luego de cortarse un poco para ella.